La casa está en orden. Mi familia es una película en concordancia con su tiempo. No se trata tanto de un objeto militante, la punta de lanza a favor de una causa por la que hay que bregar frente a la oposición o la indiferencia de sus enemigos, sino una película que viene a confirmar un estado de cosas, a adecuarse blandamente al horizonte de la moral ya conquistada y en plena vigencia, como una pieza que encaja en el único hueco que falta llenar en el tablero del rompecabezas. En todo caso, Mi familia se permite jugar con amagues de audacia que se encargan de otorgarle un aspecto diferenciado al tiempo que disimula su verdadero carácter, que es más bien conservador.
Una familia conformada por dos madres (Annette Bening y Julianne Moore) y una chica y un varón ya adolescentes, concebidos por la pareja mediante el método de inseminación artificial, se ve perturbada por la aparición del donante anónimo al que oportunamente recurrieron las mujeres (Mark Ruffalo). Al principio hay una reticencia mutua entre él y la familia. El tipo parece demasiado despreocupado, demasiado libre y campechano como para hacer buenas migas con la rigidez un poco sumaria de la familia en general, que supongo debe representar la conciencia de buena parte del público americano que llenó las salas e hizo de esta producción independiente un éxito masivo. El recién llegado resulta ser un cuarentón que aún no ha formado familia, mantiene relaciones casuales con una empleada de su restaurant, admite haber abandonado los estudios siendo muy joven y le gusta andar en moto. En Mi familia, ese personaje está dotado de una simpatía cuyo halo de malignidad reside en parte en su carácter irresistible: de a poco, de un modo que puede recordar lejanamente al de Terence Stamp en Teorema, procede a seducir a todo el mundo. A años luz del accionar desestabilizador del personaje de Pasolini, sin embargo, y como estamos en una comedia americana, termina apenas acostándose con la más joven de las madres (Moore).
Allí empieza el segundo conflicto importante de la película, que la directora adereza con lindas canciones de rock (se destaca Black Country Rock, de David Bowie, que suena como un leit motiv del personaje de Ruffalo) y algunos gracejos de mayor o menor fortuna: el dilema de la mujer que empieza a tener una doble vida amorosa, con el agregado de que en el diagrama obtuso de la película la condición sexual del personaje parece proponer un enigma extra: “¿Qué, ahora sos heterosexual?”. Le dice Bening, despechada, cuando descubre la infidelidad de su pareja. La palabra que utiliza en realidad es straight, que se usa a falta de una mejor o más precisa. Porque, en verdad, es la familia la que es straight, recta, ordenada, sin dobleces, en la cual las cosas deben ser claras, dichas de frente. Mi familia resume la aparente paradoja de ser una película a favor de lo gay y también, al mismo tiempo, de lo “straight”; es decir, de la unidad familiar y de los valores que de ella se predican, concebida como para que nadie se asuste: los hijos criados por una familia gay son como los de todos, nos informa, también pueden ser exitosos, tener perfecta salud mental y objetivos claros en la vida. La chica es muy recatada en temas sexuales y un bocho en el colegio, y el varón solo debe deshacerse de las malas compañías para empezar a “explotar su potencial”. En suma, los chicos están bien, como dice el título original de la película, que parece querer ofrecer una declaración contundente y tranquilizadora desde el principio. El personaje de Ruffalo se esfuma de la trama prácticamente recibiendo un portazo en la cara, expulsado para siempre de la casa y de la familia. De la misma manera que antes le había ocurrido al amigo skater del chico, peleador, improductivo recalcitrante y drogón. Mi familia aporta su granito de arena a la causa queer a fuerza de naturalizar (y neutralizar) lo que antes era percibido como disolvente y peligroso. Solo que lo hace al costo de adoptar como propia la moral reinante y de asumir lo gay como un elemento cualquiera, apenas uno más, del más estricto universo burgués, en el que lo verdaderamente imperdonable es no saber qué quiere uno en la vida.