La institución de los afectos
La tercera película de Lisa Cholodenko no es el título ideal para quienes sostenían antes del 15 de julio que el casamiento de personas del mismo sexo y el derecho de adopción no eran otra cosa que la intromisión de Lucifer en los pasillos y recintos del Congreso de la Nación.
En Mi familia, dos adolescentes han crecido toda la vida con sus madres, y nada indica que estas criaturas sean proclives a conductas aberrantes. En sólo una escena, Cholodenko destituye la desconfianza del prejuicioso y el retrógrado: el diálogo durante una cena típicamente familiar destila normalidad; son una familia feliz.
Pero habrá una intrusión y el orden familiar se alterará por un tiempo. El padre genético de los dos jóvenes, donante de esperma, aparecerá en escena. La curiosidad del varón de la casa lo llevará a contactar al semental solidario, un cuarentón solitario y seductor, dueño de un restaurante cuyas verduras orgánicas vienen de su propia huerta. Un hacedor que, frente a la pareja intelectual lésbica, aportará a la economía libidinal de la casa un toque de perversión.
Así descrita, Mi familia parece un drama típico del cine indie estadounidense, pero no lo es, pues se trata más bien de una comedia secretamente conservadora en donde la institución familiar permanece incólume y prevalece sobre el deseo de sus personajes.
Su legítima política de la identidad se contrapone con su oblicuo pero efectivo desdén de clase (su otra política): el padre y un jardinero latino no gozarán de misericordia alguna. Uno será un bruto, el otro un “adicto”.
Mi familia se sostiene en sus intérpretes. Julianne Moore, Annette Bening y Mark Ruffalo están perfectos. En un pasaje central en el que se discute la superioridad de las carnes argentinas y se celebra la música de Joni Mitchell, el filme condesa todas sus virtudes: incluso allí, Cholodenko se desmarca de la potencial sitcom que acecha su película y despliega un gran instante de cine.