Hitler estilo “Gran Cuñado”
Convertir al nazismo en farsa cinematográfica no es una novedad y allí están El gran dictador, Ser o no ser y hasta Bastardos sin gloria para probarlo. Lo que sí es nuevo es que eso se haga en Alemania, aunque los resultados no son alentadores.
“¡Quiero a mi judío!”, brama el Führer en su despacho de la Cancillería, al enterarse de que el ser que más quiere en el mundo –más incluso que a su amada perra Blondi– acaba de ser reenviado al campo de concentración del que lo trajeron, después de una pequeña riña con Goebbels. Convertir al nazismo en farsa cinematográfica no es precisamente una novedad, y allí están El gran dictador, Ser o no ser, ¿Dónde está el frente? y hasta Bastardos sin gloria para probarlo. Lo que sí es nuevo es que eso se haga en Alemania. Hasta el punto de que ya antes de su estreno allí, un par de años atrás, Mein Führer habría provocado, de acuerdo a lo que informan los cables, “un acalorado debate”. La pucha que estará disminuida la temperatura de los debates políticos en el mundo entero, si esta pequeña farsa, más próxima a Gran Cuñado que a Celebrity Death Match, hizo subir el termómetro de ese modo.
Corre el mes de diciembre de 1944, los aviones aliados surcan los cielos del Reich, el gobierno de mil años tambalea y el Führer se quedó sin voz. Ese es el cuadro de situación, justo en el momento en que Josef Goebbels cranea la idea de un gigantesco acto de masas, que deberá devolverle la confianza al pueblo. Para eso se requieren dos cosas: que Albert Speer diseñe una Berlín de cartón, que tape las ruinas del centro, y que Adolf recupere la voz y dé un discurso. Para ello, el ministro de Propaganda acaba de convocar a un actor (¿un otorrinolaringólogo no hubiera sido más pertinente?). El actor también se llama Adolf. El apellido es algo más preocupante: Grünbaum. Es más: el tipo está prisionero en un campo de concentración y de allí lo trasladarán directamente al edificio de la Cancillería, donde termina convertido en el asistente de más confianza para el hombre del bigote mocho.
Habrá quien ponga el grito en el cielo ante ciertas escenas, como una en la que la esposa del pobre prisionero judío lo acusa de ser “tan soberbio como Hitler”. Sin embargo, los riesgos de la película escrita y dirigida por el suizo-judío Dany Levy parecerían ser otros. Ser más aparatosa que graciosa es, seguramente, el principal de ellos. Comedia trabajosa, Mein Führer parecería no tener en cuenta que hasta el absurdo es hijo de la lógica. Cómo creer, por ejemplo, a un personaje como el de Grünbaum, que sale del campo de concentración tan fresco y saludable como una lechuguita, y hasta con un dejo de pedantismo actoral. Cómo admitir que noquee al Führer en medio de su despacho, sin que los uniformados Goebbels, Speer, Himmler y Bormann reaccionen. O que esté a punto de asesinarlo con un pesado objeto de decoración, sin que ninguno de esos temibles capitostes mueva un dedo.
Todo lo cual no quiere decir que Mein Führer sea políticamente absolvible. El Hitler que pinta es tan patético (no puede con Eva Braun en la cama, la perra lo mea, el fantasma del padre lo tortura, Goebbels lo quiere matar) que podría salirse del cine con la sensación de que el tipo, pobre Adolfo, anda necesitando urgente alguien que lo proteja y lo cuide. ¿Un prisionero judío, tal vez?