Vi Mi Führer el año pasado durante el Festival de Cine Alemán en una sala llena. La gente se reía, claro que no toda, pero se reía mucho. Yo, por el contrario, estuve invadida por la incomodidad los 95 minutos que duró la película, preguntándome qué carajo les causaba gracia. El argumento me resultaba (resulta) un tanto sobrecogedor: Hitler está perdiendo su poder de oratoria, su autoestima y su carisma ante la masa hacia fines de la guerra y Goebbels decide contratar al mejor actor de Alemania para que le dé clases de actuación, para que lo ayude. El detalle es que el mejor actor de Alemania es judío y se encuentra prisionero en un campo de concentración. Desde allí lo sacan junto con toda su familia con el objetivo de “darle una mano” al Führer con sus discursos. Como dije, no puedo evitar pensar que todo este planteo es bastante terrible.
Si bien tengo sentimientos encontrados con la representación de la Shoah, la idea de que se ridiculice a la figura de Hitler no me perturba en absoluto, y por ahí hay un puñado de grandes películas (a las que se nombró en cuanta crítica de Mi Führer haya aparecido) que lo hacen muy bien. Lo que me resulta casi intolerable es que se banalice el contexto. No creo que haya pasado el tiempo suficiente (uno de los conceptos que leí por ahí) como para que alguien pueda reírse con un chiste acerca de la “solución final”, no al menos en los términos en que se enuncia en esta película. Y, por otro lado, aunque considero que todo se puede mostrar, también creo que uno, en tanto espectador crítico, se posiciona (o al menos sería lo deseable) desde una determinada moral a la hora de analizar aquello que se muestra. El debate sobre esta cuestión es interminable y muy interesante. Por esa razón mostrar a un Hitler idiota y balbuceante que “necesite” de la ayuda (y la obtenga) de un casi rozagante prisionero de un campo de concentración me genera, como mínimo, mucho ruido y me deja un gusto desagradable. Si a eso le sumamos que la película es, en términos exclusivamente cinematográficos, pobre y convencional, sin demasiado ritmo y muy poco creíble (aún en sus propios términos) el resultado es olvidable y, desde ya, moralmente discutible. Su único mérito (el que además no creo que haya sido intencional) es instalar este debate.