La primera gran boda griega, escrita y protagonizada por Nia Vardalos, fue una comedia romántica que observaba choques culturales, sobre una mujer greco-americana que se enamoraba de un estadounidense. Y fue un gran éxito de su año, 2002.
Esta segunda parte, que encuentra a la pareja sólidamente instalada como familia y parte del clan, tiene menos para contar y se reduce, desde la primera escena, a una serie de apuntes reiterados que rebotan, de un lado a otro, entre todos los estereotipos posibles. La coralidad de griegos americanizados -eso sí, no hay un sólo apunte a la realidad actual ni a la crisis de Grecia-, obsesionados con su cultura distante y el consumo religioso de manteca de ajo, empalaga tanto como la subrayada ternura de estas payasescas relaciones familiares.
Si este clan no distingue entre el abrazo y la asfixia, Vardalos tampoco da con la supuesta gracia que podría tener la caricatura de semejantes lazos enfermos, así que todo se resuelve a brochazo gordo de sonrisa feliz. Aún como producto edificante, alejado del cine, la película hilvana torpemente una serie de chistes que cuando mejor son bobos, y ni siquiera provoca la sonrisa que promete.