Festival cómico de la exageración
La expresión bigger than life -más grande que la vida- se aplica de manera fenomenal a Raphael, cantante récord y figura primordial en España (y también afuera). Mucho más allá de todo, en pleno dominio de su particular gesticulación hiperbólica, Raphael es el primero en el cartel en Mi gran noche, aunque quizás no sea el actor con más minutos en pantalla en esta película de Álex de la Iglesia que despliega personajes y estrellas con especial frenesí. Es que esto es, definitivamente, un especial, un evento: es la grabación, con muchas semanas de antelación, de la emisión televisiva del especial de Año Nuevo, una verdadera institución española que ahora -según los veteranos del evento que murmuran quejas mientras vemos que rapiñan lo que pueden- se ha degradado.
Casi toda la película transcurre en un estudio de televisión, entre peleas diversas -más una manifestación sindical desbordada afuera-, atracciones irresistibles y una cantidad de chistes, golpes, bajezas y planes demenciales. De la Iglesia ofrece un seleccionado de grandes nombres, y Santiago Segura, Carmen Machi, Carlos Areces y los demás son como instrumentos esperando que el director de orquesta los señale para volverse solistas. Si casi todos brillan quizás sea porque se apasionan por esta comedia, por la comedia, por hacer este cine festivo.
El ambiente falso y cutre del estudio es ideal para que De la Iglesia pueda desplegar su ferocidad ácida, su comicidad vitriólica, su energía renovada. El director dispone de sus estrellas como si fuera una exhibición freak, en diversas líneas narrativas que buscan y muchas veces encuentran el modo esperpéntico que supo hacer brillar Luis García Berlanga. Mi gran noche remite a Berlanga y a su disección ibérica y los hace pop, los pone en un remolino liviano, de superficialidad demencial: de ahí, por ejemplo, el personaje del cantante joven, una especie de Tarzán/Cae de Bravo/Chris Hemsworth de outlet.
Finalmente, si hay una película a la que Mi gran noche se siente muy cercana es a la memorable Ginger y Fred, una de las últimas de Federico Fellini, otro relato feroz acerca de una grabación televisiva. Pero allí donde Fellini agregaba una innegable capa de tristeza porque veía que la televisión estaba terminando con el cine, De la Iglesia se enchastra con sus materiales y con los modos de la pantalla chica para llevarnos otra vez al cine, para seducirnos con luces inmediatas, con otro festival cómico de la exageración.