Crítica que se queda en la superficie
Parecen haber quedado lejos la precisión y la corrosión que caracterizaron al director de El día de la bestia: en su intento de pintar los contrastes sociales de España, De la Iglesia no consigue superar el límite de situaciones más grotescas que humorísticas.
Lejos parecen haber quedado los días en que ese gran director de comedias negras que supo ser Alex de la Iglesia conseguía, film tras film, salirse con la suya. Contar historias en las que a partir de una premisa más o menos delirante, con los géneros cinematográficos y un humor corrosivo y políticamente incorrecto como herramientas virtuosas, traficaba complejas miradas críticas de la realidad. Realidades que en primer lugar siempre eran las de España, su pago chico, pero que podían ser universalizadas. El peso de la iglesia católica en la identidad española; la vida (no tan) subterránea del franquismo que aún sobrevive; la codicia como emergente de una cultura que, mercado mediante, haría caer a su país en una de las peores crisis de su historia. De la Iglesia supo ser a la vez lúcido para mirarse en el reflejo de su propia comunidad, y bestial para pintar el retrato de lo que ese reflejo le mostraba.Pero con el correr de su filmografía fue resignando la precisión, el ingenio y la complejidad de su visión del mundo, para comenzar a tomar atajos. Mi gran noche, su último trabajo, es justamente eso, una película que intenta exponer una crítica durísima del mundo vacuo y perverso detrás de la industria de los grandes shows televisivos, pero que nunca consigue superar el límite de situaciones más grotescas que humorísticas, de chistes más burdos que graciosos y de metáforas obvias antes que sutiles.Mi gran noche relata el transcurso de la grabación de un gran especial televisivo de fin de año, pero con la atención dividida entre distintos pares de realidades que son puestos en tensión. La dualidad más obvia, que habla de inclusiones y exclusiones, es la del adentro y el afuera de ese estudio de TV. Mientras que en el interior se lleva adelante una farsa de luces, brillos y estrellas pop, afuera ocurre el apocalipsis. Pero no un fin del mundo de ficción sino ese otro, concreto, al que la sociedad española debe hacerle frente desde que la crisis global desmoronó su economía, hace ya casi una década. Manifestaciones violentas y represión como contracara del cartón pintado y las miserias del endogámico show must go on televisivo. Así mismo, la vida dentro del estudio representa una sórdida arca de Noé, en la que creen salvarse de la extinción las mezquinas estrellas –que el eterno Niño Raphael sea uno de los protagonistas es el gran acierto de la película–; un productor estafador; los conductores mediáticos y los agresivos directores de piso y de cámara.Al fondo del tarro, los extras, representación de la clase media (o mediocre) que se alegra de haber quedado del lado de adentro, como si eso realmente los protegiera de una debacle que no es sólo económica, sino también cultural. El problema es que De la Iglesia no logra que el humor trascienda la mediocridad que intenta parodiar. Del mismo modo en que una estética caótica en lugar de burlarse de las miserias de la burbuja televisiva, más bien replican su formato, haciendo que la crítica nunca consiga tener más vuelo que el abyecto objeto criticado.