Lo que vale es la sonrisa estúpida
La televisión como espectáculo grotesco, de responsabilidades escondidas. Película redonda, que toca la realidad argentina.
¡Como si revivieran los recuerdos televisivos de los años horribles de la dictadura! Con una pseudo Raffaella Carrá, de calzas y movimientos rubios, en coreografía amontonada, con papelitos y brillos, para hacer de la vida esa fiesta en la que nada importa porque, lo que vale, es mantener una sonrisa estúpida, siempre.
Tal es el mandato de ciertos espectáculos televisivos: estar prestos a la cámara, aun cuando sea el mismo artefacto el que procure la herida mortal, a través de un operario descuidado que mira estupefacto los cuerpos de las beldades que van y vienen, del escenario a los camerinos. ¡Paf! Golpe y sangre. No importa, acá no pasó nada, ¿está claro?
Con Mi gran noche, Alex de la Iglesia plantea un programa sin fin, durante una noche que ha durado más de una semana, en un falso vivo que emula la llegada del Año Nuevo. Como si el tiempo se detuviera, la televisión borra toda referencia ‑temporal o espacial‑, suspende sonrisas en muecas y vuelve basura lo que toca: en todo caso, cuando lo que la guía es la estupidez calculada (e ideológica), aunque por fuera de las paredes del estudio el mundo explote.
Con guión de De la Iglesia y Jorge Guerricaechevarría, el realizador español introduce al espectador en una fiesta sin límites, entre vértigo y esplendor, para de a poco comenzar a descascarar el asunto. Una vez se desnude la cuestión, tras el mucho ruido, los gritos y aplausos fingidos, lo que aparece es la desgracia que viven cientos de trabajadores que reclaman por sus despidos. Pero no importa, la policía nos protege, dicen en el estudio. Así que más vale estar guarnecido entre sus paredes insonorizadas o dentro del verosímil marchito de los shows hogareños.
La televisión, no hay caso, sigue ocupando el centro del escenario. A cuestionar ese podio se atreve De la Igleia, y no es la primera vez. Ya lo había hecho, por ejemplo, con Muertos de risa (título de argumento literal, de dupla que se odia pero se requiere) y La chispa de la vida, cuya puesta en escena actualiza la obra maestra de Billy Wilder: Cadenas de roca (1951), una de las más impiadosas películas sobre el mundo del espectáculo periodístico. Estas alusiones está claro que no son gratuitas, sino dardos que se clavan con énfasis, con el fin de desestabilizar lo que tan atento está a logísticas y comportamientos de consumo: herramientas políticas, al fin y al cabo.
Entre los momentos febriles de Mi gran noche, De la Iglesia es capaz de dialogar, entre otras referencias, con el cine de Blake Edwards; por un lado, a través de una secuencia de baile y coreografía con música a la Henry Mancini, mientras varias acciones se resuelven con recursos de pantomima; por otro, a partir de una estructura argumental que recuerda, por su devenir ascendente, sin freno y con espuma, a La fiesta inolvidable. La explosión final de Mi gran noche ‑inevitable en todo título del realizador, tan afecto a la desmesura‑ tiene también punto de contacto con Los amantes pasajeros, de Almodóvar; allí había mucha espuma, pero de extinguidores de fuego, en procura de aliviar una tensión para la cual el mejor remedio continuaba siendo el cine. La misma urgencia que respiraban las películas de Fellini; Ginger y Fred, con su galería de fenómenos alienados, protagonistas de un mundo estrambótico, enclaustrado en programas televisivos que han mancillado las capacidades del sueño, ésas que sí sabían componer Giulietta Masina y Marcello Mastroianni.
En todo este desbarajuste que Mi gran noche provoca, que no es otra cosa que el resultado de una mirada lúcida, la participación de Raphael (Alphonso, su personaje) suma un elemento estético que habla por sí solo, como significante suficiente. El cantante es capaz de mirarse lúdicamente, paródicamente, sin perder altura ni talento sino, antes bien, procurar por ello un altar mayor. Tanto es lo que lo cuida De la Iglesia, tanto es lo que le admira. Queda rubricado en el título del film, deudor, en este sentido, de Balada triste de trompeta; es más, entre estas dos películas se conforma un díptico, en donde Raphael aparece como la voz capaz de articular lo que la guerra civil española ha escindido, con canciones sobrevivientes, entre cruces y políticas de derecha. La televisión aparece aquí como continuidad de un mismo proceso, responsable de lo que sucede pero acrítica consigo misma, tal su costumbre. Algo que se subraya desde la composición que de Benítez, empresario corrupto, lleva a cabo Santiago Segura, ese otro maestro de la desmesura.
Ahora bien, el caso de Raphael es festivo en todo sentido. No sólo por los prolegómenos mismos de su show, sino por la manera desde la cual elabora un personaje impiadoso, seductor, de gestos exagerados y decires premeditados. Entre él y un supuesto sucesor, con rictus de Adonis despistado, De la Iglesia juega un contrapunto que se completa con la adhesión misma de muchos otros. En todo caso, no hay personaje que no guarde algo de complicidad con lo que sucede. Sea por corrupción o por necesidad. El dinero es lo que guía y por lo que se sostiene este andamiaje. La televisión basura lo es también porque hay multitudes de adeptos. En este sentido, una de ellos se aferra a lo largo del film a una cruz gigante, correlato justo de la adoración por la caja boba.
Entre las situaciones innumerables que pueblan este relato coral, vale destacar la del complot para matar a Alphonso. Acá se traban cuestiones tales como la admiración, la paternidad, los celos, y la posibilidad imprevista de cantar esa canción por la que la vida vale la pena, ante la cámara y con el dios admirado como espectador. Es un momento superlativo, que tiene el pulso justo del director. En donde conjuga lo que sucede de manera acorde con una película que es, toda, grotesca. Aspecto que se condice, por supuesto, con una realidad que estaría a punto de serlo también, de no ser por ese ímpetu con el que el televisor podría ser reventado.
El cine, como siempre, es el que viene al rescate.