El vientre del televidente
La televisión es un elemento fundamental en la obra de Alex de la Iglesia. En muchas de sus películas, los hechos desencadenan situaciones que merecen su atención, y la mirada que de ahí surge termina siendo el foco que adopta el relato. Es, claro está, un instrumento discursivo omnipresente que se relaciona con la generación que representa el propio director: una que fue criada y modelada a imagen y semejanza de la pequeña pantalla, máximo intruso en los hogares contemporáneos. De ahí se adivina el exhibicionismo, la sobre-explicación, lo explícito del discurso imperante en el cine actual, el cual es recibido sin dilemas morales por el espectador del presente. De esa explicitud están hechas también las películas de De la Iglesia, realizador de un trazo grueso considerable que tiene a su favor el hecho de ser totalmente autoconsciente. Por eso, que el tono de sus actuaciones sea el más alto posible, que su cámara se mueva con velocidad rayo y que sus películas más logradas sean las que apuestan al relato coral: las ideas en De la Iglesia funcionan como conceptos o cáscaras conceptuales, que muchas veces pierden cuando se profundiza en ellas. Por eso, a más personajes con menos tiempo de desarrollo en pantalla, las cosas funcionan mejor. La superficie ocurrente es la que brilla en sus films, también en la televisión.
Lo curioso en Mi gran noche, último film del director hasta el momento y el que lo recupera en grande de una última década bastante insatisfactoria, es que si bien la televisión es el centro, básicamente porque el film se ambienta allí (muestra la grabación de uno de esos especiales de fin de año que hacen en la tele española), no hay una mirada desde la televisión. Es decir: si en 800 balas o La chispa de la vida (por nombrar dos) a la televisión le interesaba exhibir ese horror que surgía en un espacio definido que no le era propio para juzgar o montar un show, ahora que el horror surge desde su propio estómago la exhibición es nula, lo esconde. Así, De la Iglesia señala sutilmente el mayor problema de la televisión como Dios catódico: su reconversión en juez, en instrumento sentencioso que dicta la moral de una sociedad desde una impunidad absoluta. Así son los periodistas de la tele con sus cámaras ocultas y sus informes manipuladores.
No es que De la Iglesia se haya vuelto serio de pronto. En todo caso, ya intentó eso mismo y con resultados horrendos en películas como Balada triste de trompeta. El De la Iglesia serio es el peor, es el que cree tener una mirada política compleja y no puede salir de cierto esquematismo: en Mi gran noche algo de eso aparece con la metáfora entre esa fiesta falsa del adentro y la represión policial del afuera, pero hay que reconocerle que aquí ese asunto socio-político es lateral, y no termina por dañar el perfecto andamiaje que monta el director. Mi gran noche es un muestrario de personajes terribles, de infames criaturas que luchan por un espacio de poder, por más que sea mínimo y prosaico en ese marco de copas con champagne de mentira y pollos de plástico. Es una comedia en toda regla, porque si en verdad estamos ante un film de horror, lo que surge es la risa, la carcajada sincera potenciada a partir de la forma en que el director muestra lo que muestra. De la Iglesia parece recuperar su mejor sentido del humor, creando diálogos filosos, situaciones ridículas, personajes graciosísimos y reforzando por vía de una puesta en escena precisa, su concepto esperpéntico, clave en su obra y en la comedia española desde siempre.
Lo esperpéntico surge como género literario a partir de la obra de Ramón del Valle-Inclán, y es adoptado por los propios españoles como una forma de crítica autorreferencial. Hay en entre el esperpento y el grotesco (este último con fuerza en nuestro teatro y en la comedia argentina) ciertos lazos comunicantes, pero mientras el segundo parece justificar lo horroroso en la conducta y no deja de ser apenas una tonalidad, el primero profundiza la mirada hasta alcanzar cierta misantropía: ese es su mayor problema, y hay que tener buena mano para evitarlo. Berlanga fue el gran maestro del cine español esperpéntico, y De la Iglesia es uno de esos felices continuadores. En Mi gran noche los personajes adquieren una personalidad esperpéntica, arrancan como sólidas rocas convencidas de su lugar, y van progresivamente desintegrándose hasta grados ridículos. De la Iglesia abarca un amplio abanico de personajes y conflictos, pero lejos del análisis antropológico el director apuesta a la comedia desaforada. Y no hay aquí, como le pasaba en algunas películas (La chispa de la vida es a la que más se le parece, y contra la que mejor contrasta), un giro final hacia cierta convencionalidad: algunos resuelven sus conflictos, otros no, pero no hay una resolución mayor que abarque a todos, los personajes se terminan yendo como en una de Fellini, entre ríos de espuma y brillo fatuo. Esa ambición mínima, la del comediógrafo certero, se agradece. Pocas películas hoy ofrecen este nivel de apuesta por el divertimento sin culpas. Y esa sí, es una característica positiva de la televisión.