Un cuento de hadas pequeño
Con talento camaleónico, el norteamericano David Frankel se viste de director británico for export para contar la historia de Paul Potts, uno de los más emblemáticos ganadores de esa búsqueda televisiva de talentos conocida como Britain’s got talent. Y lo que a simple vista luce como otro de esos biopics para ensalzar la figura de don nadies que logran el éxito y emocionar a la platea con un mensaje positivo sobre el poder hacerlo, encuentra alguna vuelta como para convertirse finalmente en un cuento de hadas moderno, una astuta y serena reflexión sobre cómo esos productos televisivos esconden, detrás de toda su parafernalia marketinera, un horizonte de posibilidades para personajes ignotos.
Frankel, con El Diablo viste a la moda o Marley y yo, se había convertido en un hacedor de fábulas tristes, que escondían tras el éxito de sus personajes una melancolía absoluta. Sin marcas autorales evidentes ni estridencias de gran narrador, pero con astucia para dejar de lado el aspecto más superficial de sus historias y hallar lo más profundo de sus criaturas. Y es esa falta de pretensión autoral la que determina que Mi gran oportunidad pueda ser vista como una de esas fábulas sociales tan británicas como universales (en la onda Billy Elliot), aunque su toque americano le permita ser más cálido y menos cínico: Frankel es, después de todo, un director invisible. Lo que sí aparece, nuevamente aquí, es el tema del éxito como motivación de sus personajes: Potts, cantante aficionado, desea ser algo más que ese laburante que indica su padre. Esa es su lucha, y lo que decide contar la película.
Es cierto que al director le cuesta encontrar aquí esos niveles de lectura que podían tener sus películas mencionadas anteriormente. Es que Mi gran oportunidad no puede escapar a cierta mecánica de película sobre personajes desconocidos que logran sucesos: están las constantes crisis, los fracasos que determinan el no poder, los reiterados intentos. Es como si a Frankel tener que contar el proceso con un espíritu tan bonachón (la película es demasiado simpática), le restara tiempo para descubrir otras facetas de sus personajes. Por ejemplo el giro de su padre es tan obvio, que se ve venir desde el minuto uno y ocurre sólo porque el guión así lo indica. Si Marley y yo o El Diablo viste a la moda lograban escaparse al mote de comedias románticas para construir personajes ambiguos, en Mi gran oportunidad todo es demasiado llano; tal vez porque la historia real le quite libertad al relato.
Pero Frankel es un tipo inteligente, y uno se da cuenta cuando termina la película que en definitiva ese suceso que marca a fuego la vida de Potts no ocupa más de 15 minutos en el film, porque eso no era lo que le importaba al director. Es decir: creímos ver la película del tipo que se convertía en leyenda, cuando en verdad nos estaban contando la de los tropiezos que tiene toda leyenda. Esa falta de épica del final, ese tono medio con el cual trabaja el triunfo de Potts es la aceptación por parte de Frankel de que estos reality shows no son más que un elemento mágico que dan lugar a los sueños. Lejos de preocuparse por los entresijos de estos espacios (esa sería otra película), Frankel les reconoce su capacidad de motorizar cuentos de hadas modernos. Sin dudas un film menor, pero no exento de cierta inteligencia para hacer de eso mínimo que tiene para contar una historia humana, alejada de cualquier pretensión y grandilocuencia.