Decimos que una película es predecible cuando nos podemos anticipar a la trama, cuando al guión le falta originalidad y frescura, y es posible adivinar el desenlace desde el principio. Lo cual no tiene por qué ser algo negativo. Puede tratarse de un requisito del género. Por ejemplo, siempre sabemos hacia dónde va una tragedia. Hamlet tiene que morir; Antígona, también. De la misma manera, una historia arquetípica es necesariamente predecible. Luke Skywalker debe convertirse en héroe; Walter White, en villano. Sin embargo, otras veces, una película es predecible sin justificativos, por pereza y falta de ambición.
Es lo que sucede con Mi mascota es un león. Nunca sorprende, ni para bien ni para mal. Le falta cualquier indicio de ingenio. Es un ejercicio de profesionalismo audiovisual, y como todo exceso de profesionalismo, no hace nada para corregir los errores heredados de los clichés que reproduce inconscientemente.
Seguimos las peripecias de Mia, una joven de diez años. Acostumbrada al bullicio londinense, su familia decide cambiar de paisaje y mudarse a Sudáfrica, donde su padre y madre montan un criadero de leones. A la chica no le gusta nada la mudanza. Tampoco le interesan los leones, ni siquiera el tierno cachorro blanco que le regalan. El resto de la película se podría escribir sola, quizás con la ayuda de algún algoritmo. Obviamente, Mia se amiga con el país y con el pequeño león blanco. También obviamente, ese cachorro empieza a crecer, se transforma en un león corpulento, y la cercanía que Mia mantiene con el animal es cuestionada por padres, amigos y hermanos. Más adelante, hay un giro en la trama que sí puede tomarnos desprevenidos, pero luego todo vuelve a ser un trámite. No ayuda el conservadurismo político de la propuesta. Es otra aventura de europeos blancos en suelo africano, en la que los personajes negros o son secundarios o no tienen diálogo o funcionan como comic relief.
Tampoco son destacables las actuaciones o la estética del film. Mélanie Laurent interpreta a la madre de Mia. Y su rol, a lo largo de la película, es expresar distintos niveles de preocupación, según el caso: porque Mia no está contenta en su nuevo país, porque ahora sí está contenta pero depende emocionalmente del león, porque después el león crece y puede lastimarla a Mia, y finalmente porque desaparece el león o Mia o los dos juntos. Langley Kirkwood, el padre, ni siquiera muestra niveles de preocupación: sólo frunce el ceño hasta que, en contadas escenas, se le permite sonreír. No es que son flojas sus actuaciones sino que no pueden lucirse ante un guión tan chato. Daniah De Villiers, como Mia, carga la película sobre sus hombros. Aparece en casi todas las escenas y cumple con las exigencias dramáticas de la trama, aunque tampoco puede sacarle agua a las piedras.
Lo mejor del film, sin duda, es la naturalidad con la que todos los actores, y especialmente De Villiers, interactúan con el león. No es un animal digital, sino uno de carne y hueso. Y ver cómo se deja filmar, abrazar y acariciar es al menos llamativo. Por más que haya sido entrenado y adiestrado, no deja de alarmarnos cuando De Villiers se revuelca en el pasto con semejante criatura. Si la película mantiene nuestro interés, es por este motivo.
Más allá de eso, estamos ante un pobre ejemplo de lo que se categoriza como película familiar, es decir, algo para que los padres compartan con sus hijos. Pero ¿por qué lo familiar tiene que ser tan simplón? ¿Por qué no ambiguo o complejo? ¿Por qué un público joven necesita todo subrayado y explicitado? Mi mascota es un león está lejos de ser pésima. Es mediocre y fácil de olvidar, lo que quizás sea peor.