Es extraño afirmar que una película tan lineal, directa y plana como esta sea una rareza, pero así son los tiempos. En Mi mascota es un león vemos a una familia de europeos en Sudáfrica, que crían leones en una granja. Y nace un león blanco, y se hace amigo de la protagonista adolescente, que más bien quiere espantar a todo lo que se le acerque, porque así son sus tiempos y su malhumor. El león se encontrará en algún momento en peligro y habrá una aventura, claro, y habrá algún malo y algunas revelaciones dolorosas que habrá que sanar. Están el auspicio de la fundación del príncipe Alberto II de Mónaco y la crítica a las cacerías para la foto permitidas para fomentar el turismo o una clase de turismo con la que cuesta empatizar.
Más allá de consignas poco sutiles, de una música omnipresente y de una narración con escasa sofisticación, Mi mascota es un león (de gran éxito en Francia y otros países europeos) puede valorarse por su apuesta narrativa sin trampas, por su confianza en la conexión entre el espectador y los personajes (y entre ellos) y, sobre todo, por su extraordinaria puesta en escena del protagonista felino. No hay aquí trucos digitales ni disfraces poco creíbles. La relación entre Mia y el león se percibe como es: real, filmada con respeto y dedicación y con un montaje noble y eficaz. Y ahí es donde esta película nos recuerda, por momentos, alguna de las más asombrosas dimensiones del arte del cine.