Amor salvaje.
Si bien esta propuesta que en los papeles pareciese venir acompañada de un mensaje ecológico, concentrado en la preservación de los animales salvajes, cabe aclarar que hay un plus que va más allá del convencionalismo de toda película sobre la naturaleza.
En la dialéctica de la domesticación de animales salvajes a expensas de privarlos de su hábitat natural surge el mayor conflicto de una trama sencilla, que parte de la idea del transcurso del tiempo a fuerza de elipsis en consonancia con las edades de Charlie, el león africano de singularidad extrema al tratarse de un león blanco, considerado sagrado para los nativos de su lugar de origen.
La familia donde llega el nuevo huésped salvaje vive del cuidado de este tipo de animales y hace de ese cuidado un negocio una vez que los machos alcanzan la edad madura. El primer detonante del conflicto es el vínculo del animal con la protagonista Mia, quien además de domesticarlo desobedece los mandatos paternos que la alertan de la diferencia entre un león salvaje y por ejemplo un gato. El vínculo crece exponencialmente y Charlie también lo hace en relación a su tamaño.
Sin embargo, llega el día D: a Charlie lo van a vender a cazadores para montaje de caza, es decir matarlo en un territorio cercado y hacerlo de manera legal. Esa práctica real es la que la película expone y a partir de esa exposición toma un rumbo completamente diferente al convencionalismo de propuestas que involucran animales con humanos.
Así las cosas, la aventura se vuelve alegato y el alegato un llamado de atención para crear consciencia que el mayor enemigo de la naturaleza no es otro que el hombre, y que el depredador más temible no ruge, sino que se ampara en su cobardía de creerse el dueño de algo que ni siquiera le pertenece.