En ocasión de su estreno en el Festival de Berlín, más de una crítica coincidió en señalar a esta película como un cruce entre La noche del Sr. Lazarescu y las desventuras de Oliver Twist. Y la caracterización es realmente acertada: aquí están las amargas penurias de un grupo de niños que sobreviven la opresión del lugar en el que estudian -un espacio hostil y dominado por adultos más preocupados por imponer una férrea disciplina que por la formación integral de esos chicos que podría perfectamente ser escenario de la literatura de Charles Dickens- y también el laberinto de la burocracia, que funciona como máquina de impedir incluso en las situaciones más dramáticas, transformadas finalmente en tragicómicas.
Ambientado en un pueblito perdido de Anatolia invadido por la nieve apremiante de un invierno crudo, este segundo largometraje de Ferit Karahan tiene, como él lo ha explicitado, tintes autobiográficos. Y se nota que el director cuenta algo que conoce. Pero además sus elecciones en términos de puesta en escena son muy funcionales al relato: los movimientos de cámara y los encuadres que elige para cada circunstancia van cambiando de acuerdo a la exigencia dramática de cada pasaje de una historia que revela con contundencia el drama de las familias kurdas que envían a sus hijos a internados estatales turcos. Algunos trazos gruesos para pintar a los personajes más indolentes o malvados y un golpe de timón argumental algo forzado cerca del final debilitan un poco una película que de todos modos es eficaz como denuncia.