La galardonada película turca sobre las instituciones disciplinarias
Con un estilo similar al de los hermanos Dardenne, el film de Ferit Karahan expone con una situación específica, el maltrato y la desidia de los niños kurdos en un internado de Anatolia.
Los realizadores belgas han definido una manera de hacer cine sobre los desposeídos que se convirtió en la forma evidente de representar realidades crueles sin sentimentalismos. Cámara en mano, seguimiento constante de uno de los personajes, que suele estar en el escalafón menor de la sociedad, y una situación concreta, potente, disparadora de un sinfín de hechos que visualizan la precariedad, injusticia e impotencia a la que están sometidos los menos pudientes.
Con estos mismos elementos Mi mejor amigo (Okul Tirasi, 2021) sigue de cerca a Yusuf (Samet Yildiz), y sus experiencias de maltrato en un internado de menores ubicado en las montañas de Turquía. Ahí vemos prácticas disciplinarias que parecen ser de otro tiempo (al menos en otras culturas) que nos recuerdan a Los cuatrocientos golpes (Les quatre cens coups, 1959) de Truffaut o a Crónica de un niño solo (1964) de Favio. Castigos corporales, violencia psíquica y, como reacción natural de los chicos, más rebeldía. Un círculo vicioso que se replica eternamente.
La situación concreta se da cuando Memo, amigo de Yusuf, aparece inconsciente y la institución no está en condiciones de reaccionar acorde a la gravedad del asunto. No hay automóvil para trasladarlo a un hospital, nadie se hace responsable por el hecho, y la verdad de lo ocurrido es ocultada por los niños por temor a represalias de la autoridad. Todo esto mientras el chico damnificado aguarda inconsciente sobre una camilla. Las discusiones entre los adultos, las fallas de calefacción (hace 35 grados bajo cero), la falta de señal en los teléfonos móviles y vehículos que no están preparados para andar sobre la nieve, desnudan la vulnerabilidad de los chicos en el lugar.
Mi mejor amigo es un tour de force de angustia y desesperación. Accedemos a la información a través de los ojos del protagonista, atado de pies y manos en la toma de decisiones, y obligado a obedecer a sus mayores por más ridícula e inconsistente que sea la orden. La impotencia abraza este relato de humillación y falta de sentido común ante los derechos del niño que, con recursos reconocibles de otras cinematográficas trasladados a la cultura e idiosincrasia del lugar, presentan un cine de denuncia tan eficaz como desolador.