Como nueve de cada diez ficciones europeas de corte realista que proponen una mirada “crítica" sobre una situación coyuntural desde que Rosetta impuso el paradigma, Mi mejor amigo arranca mostrando la espalda de su protagonista con una cámara en mano. El muchachito se llama Yusuf, es uno de tantos chicos que viven en un internado para niños y adolescentes kurdos en las montañas de Anatolia y camina rumbo a un baño semanal que consiste en amuchar a varios de ellos en pequeños boxes para que se higienicen arrojándose agua con vasijas.
El mejor amigo de Yusuf es un Memo, un chico de indudable debilidad que encuentra en él lo más parecido a un ángel protector en medio de la sordidez grisácea de un lugar con un régimen digno de un pabellón militar. Durante ese baño, un juego se sale de control, por lo que el cuidador de turno obliga a Memo y a un par de compañeros a bañarse con agua fría como castigo.
Pero al otro día Memo amanece hecho un zombie: débil, carente de expresividad, con vómitos. Cuando Yusuf busca ayuda, los profesores lo mandan con él a la enfermería pensando que se trata de una dolencia menor. Un diagnóstico a todas luces incorrecto, como demuestra el hecho de que pasen las horas y su cuadro, lejos de mejorar, empeore. Sin posibilidades de salir por las decenas de centímetros de nieve que se acumulan en los alrededores del lugar, el director y el resto de los maestros debatirán qué hacer, con el pobre Yusuf como testigo.
Ganadora del Premio FIPRESCI de la sección Panorama de la Berlinale del año pasado, la película de Ferit Karahan apuesta por un tratamiento acético y distanciado, acorde a la gelidez que invade el internado y la maldad intrínseca que portan todos los adultos mayores. El resultado es un film duro (de refilón aparece una hipótesis sobre qué ocurrió con Memo vinculada con la pedofilia) e inquietante, aunque muy parecido a otros tantos que apelan a esas fórmulas ya probadas.