¿Por qué el cine con aspiraciones de conexión con el gran público era mucho mejor hace medio siglo que ahora? En esa pregunta hay una generalización, y también la habrá en esta posible respuesta: porque hace medio siglo -y más, y un poco menos también- ese cine no se preocupaba tanto por apelar al mínimo común denominador y solía ser más osado, con mayor vuelo: se permitía alguna sutileza, alguna posibilidad de que el espectador no tuviera todo de frente, masticado, digerido y eyectado hacia su rostro con exceso de claridad. Incluso hasta se permitía alguna oscuridad emocional, algo por fuera del plástico plano y sanitizado que, cada vez más, nos llega en formato de "cine convencional".
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Esta comedia dramática francesa, en la que una mamá de tres sufre ante la inminente partida hacia Canadá de la única hija que aún vive con ella es de esas que mezclan un poco de Sex and the City y meten varios flashbacks especulares y obvios, de esas que no se salen de los formatos ya gastados: música machacona, diálogos y guiños "cancheros" y pretendidamente sofisticados. Mi niña también conecta, seguramente de forma inconsciente, con El nido vacío, de Daniel Burman, y Vivir con alegría, de Palito Ortega, con Luis Sandrini. Esas dos películas eran más complejas y menos frontales que Mi niña, un film en el que fluyen los personajes, sus diálogos y sus nimios conflictos. El problema es que esos términos están abollados por la chatura autoimpuesta.