Amor sin barreras
El director Jonathan Levine se despachó primero con una comedia tristona que tenía nada menos que a la muerte como personaje en las sombras. A un tipo le diagnosticaban un cáncer gravísimo y, entre otras cosas, la película mostraba sus maniobras para sobrevivir lo mejor que podía dadas las circunstancias terribles en las que se encontraba. En Mi novio es un zombie el protagonista ya está directamente del otro lado: es un muerto que camina en busca de sustento. No un zombie teledirigido como los que indica el folclore haitiano –cuyo ejemplo cabal se puede ver en I Walked With a Zombie, la hermosa película de Jacques Tourneur para la RKO– sino como el que prescribe desde hace por lo menos cuarenta años el cine americano. Lo curioso es que ese muerto vivo, ese ser que navega entre dos mundos, tiene esta vez una conciencia: la voz en off del zombie guía el relato y establece el punto de vista de la película, contrariando el título que tiene en castellano (que sin embargo se ajusta más a lo que se ve en pantalla que al original Warm Bodies, simpático sintagma que no cuesta asociar casi inmediatamente con el porno medio pelo).
El caso es que la primera sorpresa de la película es esa voz en off: los zombies también pueden pensar. Son capaces de reflexionar acerca de su condición y hasta se enamoran, si se topan con la persona indicada. Lo malo es que de quien se queda prendado el protagonista es de una chica normal (que en realidad es anormal, porque el zombie se desplaza en un mundo poblado por sus semejantes, mientras los humanos no infectados que habitan zonas fortificadas de la ciudad constituyen la inversión del “otro” en una película habitual de zombies). Como se sospechará, este es el centro de la película. El zombie conquista a la chica en cuestión, pero debe vérselas con su padre, un militar despiadado que, como es lógico, no ve con buenos ojos la relación, y también con sus propios compañeros zombies, a los que les falta la sensibilidad necesaria para ver en esa rubia preciosa algo más que un plato de comida. Al dolor de la unión imposible se suma el hecho de que el personaje de la chica funciona como aquello que ya no se es: un reflejo de las cosas perdidas. A menos, claro, que el amor lo cure todo.
Como en 50/50, la anterior película del director, el personaje principal lucha en condiciones desventajosas, creando su propio mundo dentro del mundo. Mi novio es un zombie tiene por momentos una calidez inesperada: el chico ha hecho su refugio dentro de un avión destartalado donde escucha discos en una bandeja reciclada que parece el signo de una civilización remota (“Los vinilos tienen un rango sonoro superior. Se oyen más vívidos y reales”, le informa a su amada que revuelve una pila de discos con curiosidad). La gracia inicial de la película, hecha de las pequeñas incongruencias entre lo que el espectador espera de una historia de zombies que se precie de tal y lo que en realidad ocurre –flechazo sentimental incluido que parece sacado de una comedia juvenil– cede el paso a las pinceladas de una especie de melancolía amable, que a la desdicha de los amantes que no pueden unirse le suma la añoranza de un mundo que ha dejado de existir.
En la primera parte el director filma con elegancia y fluidez el comienzo de la relación de los protagonistas, los equívocos y las escaramuzas de los amantes: dos o tres canciones de rock buenísimas –que incluyen Hungry Heart, de Bruce Springsteen, y Shelter From The Storm, de Bob Dylan– se encargan de puntuar la narración y establecer el clima de emoción agridulce de los encuentros. Más tarde, una escena de balcón, con la participación de la extraordinaria Analeigh Tipton (de gran lucimiento en Damsels In Distress, de Whit Stillman) como partenaire cómplice de la pareja remite de modo explícito a Romeo y Julieta. En tanto, los breves planos de la ciudad abandonada a su suerte destilan un sentimiento de tristeza serena que constituye una verdadera rareza: Mi novio es un zombie posee una vocación genuina por explorar los confines de la comedia romántica ligera como si se tratara de un asunto de arte mayor: el recurso de suspensión del tiempo que producen los planos en ralenti musicalizados con canciones se alterna con tomas generales donde se expresa la precariedad del romance y la incertidumbre que amenaza a los protagonistas.
Lo que menos convence de la película es el enfrentamiento entre los zombies y los humanos, justamente lo que conformaría el asunto central en cualquier otra película de zombies. El guión maniobra por momentos entre la letra dura de ese tipo de producciones y tiene que inventar unas cuantas escenas con cuerpos descabezados a tiros. Pero para eso se ve obligado a distinguir entre zombies tal cual los conocemos y una clase de criaturas todavía más degradadas, unos esqueletos que caminan, que se mueven intentando devorar todo lo que se les cruza, sin hacer distinción entre humanos o zombies corrientes. Como parece que los zombies, llamémosles normales, tienen en la película la posibilidad de rehabilitarse y volver a adquirir su humanidad perdida, terminan uniéndose a los humanos para liquidar sin miramientos a los esqueletos. Toda esa parte de la historia está embargada de una crueldad torpe e inexplicable, que no aporta nada al romance y aparenta servir al solo fin de justificar la inclusión de unas cuantas escenas de exterminio. Levine pudo haber hecho una gran película sobre el aprendizaje sentimental aprovechando un tema universal de amor contrariado. Mi novio es un zombie no es del todo esa película pero algo tiene: se disfruta rápido como una coca cola con hielo en un día de calor y nos sugiere la existencia de otro cine mainstream posible.