Esta comedia negra sobre las desventuras de un artista en decadencia y su frustrado representante le otorga algunas variantes al cine de uno de los directores de “El ciudadano ilustre”. Pero no demasiadas. En función de otro guion de Andrés Duprat sobre las miserias del mundo del arte y la cultura apuesta a un neocostumbrismo del que a la vez parece burlarse. Con Guillermo Francella y Luis Brandoni.
Ustedes todavía no habían nacido o eran muy chicos (esto no es ironía tuitera, sino que probablemente sea cierto) pero hubo una época en el cine argentino, y más aún en la televisión, en el que una suerte de prototipo dramático y estético funcionaba a la perfección. Llamémoslo el “argento-costumbrismo”. Ese tipo de comedia con toques dramáticos en la que se celebraba, en tono siempre un tanto excesivo, esa entelequia llamada “el argentino promedio”. Seamos más específicos: el chanta, el talentoso pero desperdiciado, el buscavidas, el creído, el amigo de sus amigos y ganador de cuanta “mina” anduviera dando vueltas. La estética de esos productos audiovisuales bebían de la TV: no había nada en ellas que las separara más allá de un poco más de dinero para producción y menos PNTs.
Productos hubo muchos y variados en ese período que podría ubicarse entre 1984 y 1994, de ESPERANDO LA CARROZA a AMIGOS SON LOS AMIGOS, de MI CUÑADO a BUSCAVIDAS, pasando por MADE IN ARGENTINA, entre otros títulos similares, muchos de los cuales tenían como protagonista a Luis Brandoni. Para mediados de los ’90 apareció un cine nacional más seco y severo (el temible Nuevo Cine Argentino) y, en paralelo, una versión más estilizada/modernizada de ese costumbrismo, que encarnó en buena medida el cine de Juan José Campanella, las comedias de Guillermo Francella y las producciones de Pol-ka. Las películas de Mariano Cohn y Gastón Duprat siempre han coqueteado de una manera irónica con ese subgénero, utilizando sus estereotipados personajes y su crudeza formal para darle una vuelta de tuerca ácida, casi cínica: el “chanta argentino” aparecía pero era eviscerado. El argentino prototípico seguía estando ahí, pero combatiendo una batalla por la supremacía con el nuevo rico, el intelectual pretencioso, uno cuya falsedad –para la dupla de directores y su guionista habitual, al menos– era más nociva, menos “natural” y honesta que la del argento. Es decir, el chanta siempre es preferible al snob porque “es nuestro y auténtico”.
En su debut solista, como dirían en el terreno de la música, Gastón Duprat toma otro guion de su hermano Andrés (sí, el director del Museo Nacional de Bellas Artes) que recupera y retuerce otra vez más la misma idea: la relación entre dos personajes de distintas ambiciones y características con el mundo del arte y sus falsedades como fondo. El rubro artístico a veces cambia (fue la pintura, la arquitectura o la literatura en los guiones previos de Duprat) pero el mecanismo, no. Sin embargo, en MI OBRA MAESTRA, podemos decir que hay un giro llamativo en ese esquema. Si bien el universo y el tipo de personajes son los mismos, el enfrentamiento se convirtió en amistad, el choque en camaradería. Y así, casi sin quererlo, dimos una vuelta completa: estamos otra vez ante una película de los ’80. Una de esas que hablan de “nuestra idiosincracia”.
Guillermo Francella y Luis Brandoni son, acaso, los representantes más prototípicos de estas dos etapas de la “argentinidad al palo” del audiovisual argentino, si bien tienden cada vez más a salirse el imperio del mohín y el guiño cómplice. Ricardo Darín también lo era pero, gracias a Fabian Bielinsky y a su propia intuición, supo correrse a tiempo. Aquí, en versión modernizada y supuestamente culta, se vuelven a poner los pantalones cortos: Francella para encarnar a un dealer de arte chanta y Brandoni para encarnar a un pintor aún más chanta. Como los personajes que en EL CIUDADANO ILUSTRE encarnaban Oscar Martínez y Dady Brieva, ellos también en algún tiempo fueron muy amigos pero hoy tomaron caminos separados. No tanto como los de aquellos, pero separados al fin.
Arturo (Francella) es un dealer de arte que quiere hacer dinero como sea y su amigo Renzo (Brandoni) es un artista alcohólico y en decadencia incapaz de terminar un cuadro. Los esfuerzos de Arturo por incorporarlo al sistema no funcionan (hay una subtrama con unos empresarios escandinavos que quieren un mural para su lobby que lo muestra crudamente) y Renzo sigue trabajando en una estética tan pasada de moda como la que propone la propia película. Es, además, uno de esos borrachines insoportables y pretendidamente simpáticos que se van de restaurantes sin pagar, agreden a los críticos que no toleran su obra, maltratan a sus estudiantes (es una forma de decir) varones y quieren llevarse a la cama a todas las mujeres. Una pinturita.
Arturo tampoco es fan de las nuevas modas y tendencias del arte contemporáneo pero quiere ganar más dinero y vende ese tipo de materiales. Y, a la vez, quiere ayudar a su amigo a salir de pobre, por más que Renzo bombardee todas las oportunidades que él le genera, algo que hace de una manera ofensiva que la película intenta hacer pasar por simpática. A su manera, MI OBRA MAESTRA dice que la curaduría actual (del arte, la literatura, el cine) legitima productos insulsos de moda y deja de lado a los grandes maestros. A juzgar por lo que se ve de la obra de Renzo (en realidad muchos son cuadros de Carlos Gorriarena), el hombre parece no encontrarse a tono con las ideas de la plástica contemporánea. Y es eso –además de su decadencia personal– lo que lo vuelve un paria en el mundo del arte.
Una serie de eventos des/afortunados llevarán al más clásico plot twist de este tipo de relatos: para corroborar ese viciado sistema de validación a ambos se les ocurre una estafa que no develaremos aquí pero que podría hacer que la obra de Renzo vuelva a cobrar notoriedad. La diferencia, entonces, de este filme de Duprat respecto a los previos de la dupla es que el cinismo parece dar un paso atrás para abrazar de una vez por todas un neo-costumbrismo que, aún reconociendo sus propios clichés, celebra la amistad por sobre las diferencias socio-culturales a partir de una sociedad de socorros mutuos con atisbos de comedia negra. Uno será chanta y el otro será pretencioso, pero ambos son amigos y argentinos –los idiotas, bobos o snobs son españoles, árabes o daneses– y esa es una fórmula más exitosa que la publicidad de cerveza Quilmes. Aunque acaso no sea tan así…
Si bien es cierto que se agradece, por momentos, la ausencia de la mala leche y el cinismo generalizado de otros productos del trío, este ejercicio nostalgioso tampoco logra ser superador. A la hora de citar diferencias entre MI OBRA MAESTRA y EL HOMBRE DE AL LADO, además, uno puede apreciar un mayor cuidado estético y de producción (esta vez hay coproducción española y hasta un director de fotografía y todo) que la vuelve menos dolorosa a los ojos. Pero por otro lado –y aquí habría que pensar las diferencias entre los dos directores– está parece ser más desorganizada narrativamente, con tiempos raros, baches y un final a todas luces apresurado y torpe. Uno podía encontrarles muchos defectos a las películas previas de la dupla, pero aburridas nunca eran. Esta, por momentos, lo es.
Aquí los ironizados están fuera de campo o son personajes secundarios, como el “buenazo”, honesto e inocente estudiante de arte español (Raúl Arévalo), los críticos snobs, los millonarios árabes que compran arte por kilo, los periodistas y otros galeristas. Allá ellos, con sus modismos de nuevos ricos, de esos que prefieren sushi a una buena pizza fría de parado y que merecen la ignominia por su pretensión vacua. Un festejado chiste inicial de la película que está en el trailer (Brandoni disparando sobre un cuadro suyo, haciéndole tremendos agujeros y dictando que ahora es moderno por eso) resulta casi un resumen del conservador y binario espíritu del filme que no puede ver más allá de esas dualidades de sketch televisivo.
Brandoni y Francella le sacan jugo a estos personajes porque están casi hechos a medida y los filmes previos de Duprat/Cohn no dejan dudas que los problemas de sus películas no pasan por la solidez actoral. También la película logra, como las anteriores, poner al espectador en ese loop mental de no saber bien si esa celebración de la amistad es o no irónica (a juzgar por lo que hacen los protagonistas, especialmente a partir del plan macabro de uno de ellos, bien podría serlo) o si esa relectura neoconservadora de la “argentinidad” de la vieja escuela no es más que un juego para que críticos y analistas se enreden debatiendo. Es muy probable que sí, que sea otro de sus chistes supuestamente ingeniosos. Y que la película vuelva a burlarse del espectador haciéndole creer que es una celebración de la amistad cuando en realidad es todo lo contrario.