Al comienzo de Mi obra maestra, Arturo (Francella) le habla directamente al público y explica encantado lo que le fascina de Buenos Aires: más allá de que la ciudad no tenga ningún peso en la historia, ese comienzo algo cándido deja en claro que se está en un universo diferente al de las películas de Mariano Cohn y Gastón Duprat, con sus mundos poblados de criaturas más bien ruines y despreciables. El cambio es muy notorio e imposible de ignorar; la salida de Cohn de la dirección tal vez tenga que ver, pero eso no nos importa. El caso es que Mi obra maestra parece querer volver sobre lo hecho por El artista, del dúo Cohn-Duprat, pero para hacer algo muy distinto: la película de 2008 retrataba el mundillo del arte local y lo mostraba como un entorno envilecido que legitimaba el cálculo y la estafa haciéndolos pasar por grandes logros; Mi obra maestra, en cambio, apuesta a una sátira amable que se contenta con invocar algunas caricaturas que se asocian inmediatamente al arte contemporáneo, como el galerista chanta, el artista solitario o el crítico presumido. No hay restos de la famosa malicia de los personajes del cine de Cohn-Duprat, ni tampoco de la crueldad con la que los directores suelen castigar a sus protagonistas (Querida, voy a comprar cigarrillos y vuelvo es básicamente eso: un infernal dispositivo de tortura narrativa). La pregunta es: ¿Qué queda de ese cine? ¿No es esa crueldad lo primero de lo que uno se acuerda cuando habla de sus películas, sea a favor o en contra? ¿Qué queda de El ciudadano ilustre, por ejemplo, sin su gente de pueblo pequeña y miserable que asedia sin descanso al escritor por todas las vías imaginables? ¿O de El artista, sin la crapulez del enfermero que toma dibujos de un viejo incapacitado, los hace pasar por propios y engaña así a un montón de seres más bien grises e ignorantes que se tienen a sí mismos por gente refinada?
La maldad en el arte está subvalorada, tiene mala prensa. Cohn y Duprat lo entendieron ya desde Televisión Abierta, invento audiovisual sin precedentes que se construía sobre un pacto inédito: permitir a las personas salir en televisión y entregarse de buena gana al peor de los ridículos. La propuesta se completaba, claro, con el visto bueno de los espectadores, que aceptaban mirar un espectáculo degradante muchas veces consciente y planificado, y otras no tanto. El interés que generó en su momento El artista se debió en buena medida a la malicia con la que los realizadores se acercaban al mundo del arte y a sus entretelones. La empresa funcionaba mayormente porque ese mundo, aunque apareciera simplificado, respiraba y era reconocible. En Mi obra maestra, al contrario, el uso del estereotipo ahoga cualquier posible verosímil: por ejemplo, la pelea entre Renzo y un crítico, que empieza con una falsa cordialidad que enseguida da paso a un forcejeo e insultos, resulta increíble; en ese momento se nota que la sátira prácticamente pierde sus coordenadas, la película ya no habla de las figuras del artista y del crítico, sino de dos monigotes insostenibles. La marchand amanerada que compone Andrea Frigerio es una caricatura imposible: tiene más de Cruella de Vil que de tipo social. Esos excesos alejan a la película de cualquier comentario concreto: ya no hay sátira, a lo sumo quedan algunos estereotipos golpéandose unos contra otros; una comedia farsesca que busca la risa sin ofender a nadie. Hay una montaña de guiños al arte argentino, desde que los cuadros que pinta Renzo sean en verdad los de Carlos Gorriarena hasta el gesto desesperado de Renzo de escribirse “fin” en la mano, como lo hiciera Alberto Greco antes de suicidarse. Pero esos guiños, en vez de anclar el retrato, más bien certifican la bondad del proyecto: se puede remitir a esos hitos del arte local justamente porque la sátira no demuele, no ataca, sino que mira con candidez.
Arturo, al comienzo, dice de Buenos Aires algo así como que es una ciudad que se puede amar y también odiar, y que es esa contradicción lo que la vuelve única. Una frase hecha, caracterización aplicada mil veces a esta y otras ciudades del mundo. Mi obra maestra inicia con ese lugar común como si estuviera explicitando un contrato con el público: esta es una película que decide moverse por las aguas del lugar común, trabajar el relato y la comicidad desde ahí, partir de materiales conocidos, familiares al espectador. El problema es que el proyecto revela sus límites enseguida: del relato y de los protagonistas no importa mucho nada, nada muy malo puede pasarles y lo malo que les sucede no tiene grandes consecuencias (de todas formas, los principales giros narrativos ya estaban anunciados impúdicamente en el trailer); la comedia funciona a medias, depende casi exclusivamente de la gracia dispar de Brandoni y de Francella y del talento de los dos para la puteada subrepticia; a la trama principal se le suma un personaje secundario (un chico español) que nunca termina de integrarse a la narración y que la película somete a un cambio de roles estruendoso (de comic relief pasa a ser centro moral y, después, se transforma en amenaza). Cerca del final se siente más que nunca que el plan inicial no conduce a ningún lado: en una muestra póstuma de Renzo, Arturo muestra un video que el artista habría grabado poco antes de morir. En el video, Arturo solo dice banalidades, aunque con mucho énfasis, sobre cómo las personas trabajan como esclavos para poder ser libre brevemente durante las vacaciones, o que un país que se sienta a ver cómo veintidós millonarios corren detrás de una pelota está perdido. Lugares comunes que tienen como fin sustentar un engaño de grandes proporciones tramado por los protagonistas, es decir, un engaño que ocurre dentro de la ficción, pero que a fin de cuentas no se diferencia mucho de las cosas que dice Renzo el resto del tiempo cuando está en su casa, por ejemplo, sobre los empresarios o los reyes. La operación queda a la vista: la sátira pierde su referencia y la película ya no habla de nada ni de nadie, no comenta el mundo, apenas si se limita a poner en funcionamiento los mecanismos de una estereotipia cómoda. Si el mundo del arte ya había sido filmado sin piedad por películas anteriores (por El artista, pero también por la más reciente The Square), en Mi obra maestra ese mundo se convierte en un conjunto de coordenadas etéreas que sirven para contar una fábula amable que no molesta, que no ofende, que no discute. Los que durante años le reprochamos a Cohn-Duprat la malignidad de sus películas nos equivocamos: ahí había un proyecto inédito en el cine argentino que al día de hoy no parece haber generado descendencia (salvo por algún trabajo en el que pueda intervenir el dúo, como Hora día mes, de Diego Bliffeld). Subestimamos las potencias de la maldad y ahora vemos que el cine que queda sin ella es infinitamente menos interesante.