El primer film en solitario de Gastón Duprat -en esta ocasión, su compañero en dirección Mariano Cohn solo cumple el rol de productor- comienza haciéndole observar al público una pintura del artista Renzo Nervi (Luis Brandoni), mientras que la guía del museo la describe e invita a apreciarla. De manera cíclica, la historia inicia con la imagen pictórica de un hombre observando unas montañas y finaliza con dos hombres en la naturaleza ante la inmensa belleza del paisaje de La paleta del pintor (cuack), las coloridas montañas de Jujuy que en algún momento funcionaron de inspiración para el personaje de Nervi.
La voz de la guía aconseja no buscar sentido en la obra sino dejarse llevar por ella, en otro momento Nervi expresa que un artista tiene que hacer y no decir, dos enunciados que van en dirección opuesta a lo que siempre ha sido la filmografía de los creadores de Cupido. Desde su ópera primera El artista, la mirada depositada acerca del creador y su medio ha tenido distintas aproximaciones, dejando tras de sí una forma de pensamiento a veces clara, otras un tanto más ambigua, pero retratada tanto con realismo como con irónicos excesos. Es retorcida con el tono ácido, el humor negro y clasista que busca ser controvertido a la vez que en forma de sincericido funciona como reflejo de la sociedad argentina y más aún, con la hipocresía del mundo del arte. Pesimista pero realista, con un dejo de personalidad engreída y aires de superación, Cohn y Duprat nunca temieron meter el dedo en la llaga, sin importar a la clase social o gobierno de turno a los que pudiesen ofender.
Y si bien con Mi obra maestra el núcleo de la historia vuelve a ser el mundo del arte y la fauna egoísta que lo habita, la controversia en esta ocasión es un poco dejada de lado, haciendo sentir por momentos que la historia se atreverá a más y que, como un pensamiento en frío y racional que arremete con los hacedores de la obra, se decide a tomar recaudo en la narración. Resulta un tanto más liviana con pequeños momentos donde la ironía y la crítica idiosincrásica se presentan brevemente. El personaje que interpreta Brandoni, actor que lejos está de tener mi agrado, cumple su rol a la perfección ya que Nervi es en gran parte un ser lleno de hastío, misógino y desagradable… en pocas palabras, es el propio Brandoni.
Por otro lado, el galerista Arturo Silva (Guillermo Francella) es un inescrupuloso vendedor de arte que posee una mirada cínica sobre el encanto y desagrado que despierta en él la ciudad de Buenos Aires. Alguien que cuando no está trabajando o intentando de mantener a flote a su viejo amigo Nervi, disfruta deteniéndose a observar otro tipo de arte: los transeúntes de la ciudad a quienes, de manera prejuiciosa, intenta adivinar a qué se dedican o cómo viven. Ambos personajes, diferentes en su forma de entender el arte, comparten una visión similar y pesimista, claro está, de la sociedad y el ambiente artístico que los rodea.
En los momentos y diálogos en que el dúo protagónico expresa sus ideas, es donde la mirada de director y guionista (su hermano Andrés Duprat) se hace presente, dejando a través del film un contenido analítico que puede ser o no del agrado del espectador, pero que está allí y permite abrir el diálogo, el debate e incluso ese particular sentido del humor no convencional, elementos que siempre fueron manejados de manera inteligente por parte de estos cineastas. El supuesto mensaje póstumo de Nervi expresa a la perfección ese uso pesimista y crítico de mensaje y humor, y que está relacionado al hartazgo y deseo de muerte del pintor en un mundo donde el arte y él mismo no significan nada. O la banalidad del encargo de una pintura para una empresa, la obra convertida en forma de ataque para luego ser tergiversada y desprovista de su mensaje a través de los medios.
Dichas ideas expresan una toma de posición, sea desde el trasfondo dramático de los personajes como desde el uso humorístico. Sin embargo, entre una trama que sufre decaimientos en su desarrollo y un mayor uso del humor más convencional, o mejor dicho menos comprometido, es que la historia de estos dos amigos se aliviana y pierde algo de relevancia en su búsqueda. El film justamente se sostiene gracias al condimento crítico y la presencia pictórica que tiene en toda su concepción visual, la cámara y el diseño de arte se lucen convirtiéndose en pequeñas obras dignas de ser exhibidas en galerías de arte.
Si bien resulta entretenida e interesante en sus puntos discursivos, Mi obra maestra sufre un poco a raíz de esa liviandad que pareciera tomar el consejo de la guía del museo al comienzo. Es fácil dejarse llevar por el film de Duprat que tiene mucho a su favor, pero es la obra de un autor que hace, más en esta ocasión dice poco. El público fue advertido de esto, pero conociendo al artista detrás de la obra, se podría decir que el director necesita de la presencia de su viejo compañero para completar La paleta del cineasta. Dos miradas absortas en el paisaje, en la naturaleza del cine.