DEL ARTE Y OTRAS FORMAS DE FARSA
Mi obra maestra es la más reciente película de Gastón Duprat, cuyas películas anteriores fueron siempre co-dirigidas con su socio Mariano Cohn, quien aquí oficia de productor. El cine de esta dupla es curioso: sus películas son comedias dueñas de un humor ácido, a veces no exento de crueldad, en las cuales sus protagonistas distan de ser agradables. A veces incluso pueden tener una mirada especialmente misantrópica del mundo que, por otro lado, la propia película parece compartir. A partir de estas películas, la dupla Cohn – Duprat ha reflexionado sobre muchas cosas: las tensiones de clase en El hombre de al lado, la pesadilla de la mediocridad en Querida, voy a comprar cigarrillos y vuelvo, la envidia en El ciudadano ilustre. Así y todo, la cuestión que más parece obsesionarlos es la relación entre el artista y su arte, o más aún, el significado real de la calidad artística.
Mi obra maestra es, quizás, la película que más claramente habla de esto. Cuenta la historia de Renzo (Luis Brandoni), un pintor que supo tener un gran éxito en décadas pasadas y que ahora se ve incapaz de vender un solo cuadro, en parte porque su estilo ya no llama la atención, y en parte por su carácter autodestructivo y misantrópico, que lo vuelve capaz de atentar contra sus mejores oportunidades financieras. Su única relación genuinamente afectiva parece establecerse con Arturo (Guillermo Francella), un galerista carismático que trabaja con Renzo desde hace décadas y parece ser el único que pudo mantener una relación de algún tipo con el pintor. Justamente los únicos momentos verdaderamente luminosos en la película se dan en las escenas en las que ambos se expresan algún tipo de afecto. Si estas instancias pueden lograr cierta emotividad, no es tanto por cómo están filmadas, sino más que nada por el contraste que existe en una película que exuda desconfianza (y a veces hasta repudio) hacia todo: la burguesía, la gente bienintencionada, el cristianismo, el comercio del arte, la crítica. Esta mirada parece extenderse hacia prácticamente todo; de ahí que esta película abunde en personajes con actitudes maliciosas y carentes de ética. Lo interesante de todos modos es que la inmoralidad de los protagonistas parece perfectamente coherente con una película cuya visión del mundo es tan oscura y cínica que, al fin y al cabo, un accionar espantoso puede resultar tolerable. Incluso el film propone un juego moral extraño, poniendo al único personaje bienintencionado, creyente en la moralidad y la compasión, como un tremendo idiota.
Hay un problema con esta mirada, y es que, de tan odiosa y desconfiada, a uno como espectador nada le parece finalmente demasiado significativo. Por ejemplo: en una de las escenas de la película, vemos a Arturo mirar con admiración a Renzo pintar con habilidad un cuadro gigantesco para una empresa. El momento es complicado, porque ante una película que termina teniendo una mirada tan cínica sobre el propio mundo del arte, ese instante resulta falso, carente de toda emoción, o siquiera interés. Lo mismo sucede con los propios ideales de Renzo, como su rechazo al cristianismo y a la moral burguesa. Es imposible tomarse medianamente en serio eso (incluso en su provocación) cuando vemos que Renzo carece de cualquier valor moral, siendo capaz de no sentir remordimiento por el hecho de haber sido un padre abandónico. Así y todo, quizás el mayor problema de Mi obra maestra sea formal. El trabajo de Duprat sobre los planos rehúye de cualquier tipo de preciosismo, y más de una vez recurre a una estética de lo feo y lo mediocre. Este tipo de estética siempre estuvo presente en la dupla Cohn-Duprat, pero muchas veces tenía una función dramática o humorística realmente efectiva. Por ejemplo, la fealdad visual del homenaje que le hacían al personaje de Oscar Martínez en El ciudadano ilustre era reflejo de la propia mediocridad del pueblo, pero también era un momento cómico sofisticado, que lograba, a partir de esa fealdad visual, establecer un momento de humor distinto.
En Mi obra maestra, la simpleza de los encuadres y el carácter grotesco de muchos personajes pueden ser una expresión formal del mundo chato y mezquino que refleja Duprat, pero al mismo tiempo son solamente eso. Por otro lado, cuando Duprat intenta ser más preciosista respecto de los espacios (como en el arranque con una voz en off de Arturo hablando de la Capital Federal y en las escenas en Jujuy), el resultado está más cerca de la postal turística. También resiente bastante la película una estructura narrativa que abusa de las elipsis, dejando demasiados cabos sueltos que tornan ciertas vueltas de tuerca inverosímiles.
No obstante, Mi obra maestra está lejos de ser absolutamente descartable. Hay varios momentos de humor realmente logrados, y sobre todo actuaciones brillantes por parte de sus principales intérpretes. Hablamos acá de un Francella que sabe resignificar su habitual personaje de chanta porteño en una clave que roza lo psicopático; un Brandoni en estado de gracia que logra componer a la perfección a su pintor malhumorado y cínico, capaz de decir con la mayor parsimonia posible las mayores bestialidades; una Andrea Frigerio que sabe actuar sobriamente un personaje que podría haberse tentado al grotesco; y el español Raúl Arévalo, cuyo personaje caritativo logra generar comicidad hasta en el propio tono con el que dice sus líneas.
Esto es mérito de los actores, claro, pero también de un director que supo dirigirlos. Y es justamente en esta virtud que se encuentra la razón principal por la cual Mi obra maestra, aún con sus varios defectos, puede resultar un entretenimiento de lo más ameno. Quizás esto no la vuelva una gran película, pero sí un producto industrial respetable y a tomarse en serio, incluso en un relato que parece decirnos a cada rato en su infinita misantropía y cinismo que no hay prácticamente nada que valga realmente la pena.