Dicen por ahí que a los hermanos se los puede elegir, o que, mejor dicho, un amigo es un hermano que uno elige. En algunas oportunidades esta “elección” es fortuita, y se termina relacionando gente en las antípodas, por el caso y motivo que sea, construyendo vínculos que con el tiempo se fortalecen, o, en el peor de los casos, se desgastan.
“Mi obra maestra” parte de esta premisa, la de un galerista (Guillermo Francella) y un artista (Luis Brandoni) que con el correr de los años más allá de uno representar al otro, forjaron una estrecha amistad cimentada más en el espanto que en el amor y respeto.
Renzo (Brandoni) ha perdido su toque que lo hacía único y que en poco tiempo lo catapultó a la fama convirtiéndolo en uno de los pocos artistas, con una vasta obra, de grandes dimensiones, que pudieron hacerse de una fama que aún luego de años reverbera en el mundillo y circuito cultural.
Arturo (Francella) ya no sabe cómo sostener a Renzo en sus muestras, y mucho menos, seguir tolerando los desplantes, desaires y prejuicios, que éste tiene para su profesión, responsabilidad y vínculo con los demás artistas.
En ese punto de vínculo entre ambos, y volviendo a pensar algunas ideas ya volcadas en “El Ciudadano Ilustre”, Gastón Duprat, en solitario, se anima a jugar con la comedia negra, con toques de thriller y policial, construyendo un relato sobre la amistad más allá de todo.
Un encargo, un engaño, la posibilidad de reivindicar a toda costa a Renzo y su obra, van disparando pequeños conflictos que de alguna manera intentan complejizar la narración pero que en el fondo desarticulan algunas ideas interesantes sobre la frivolidad en el arte para preferir desarrollar, en una segunda instancia, un relato sobre el gran problema del país, el engaño.
Claro que para engañar tiene que haber gente dispuesta o incauta, y la hay, una galerista multimillonaria (Andrea Frigerio) y, principalmente, miles de coleccionistas y amantes de las obras pictóricas, que caerán en una situación confusa de la que son participes los protagonistas.
“Mi obra maestra” gana fuerza en el relato cuando mantiene ciertos lineamientos estéticos previos, ya trabajados en propuestas anteriores de Duprat (obsesión por simetría, utilización de grandes espacios arquitectónicos, registro cuasi documental de personas).
Pero cuando intenta cohesionar géneros dentro de la misma estructura, allí pierde ante el inevitable desencadenamiento de situaciones y una aceleración ya en el tramo final que en vez de generar sorpresa con las revelaciones, avanza en el refuerzo de conceptos perdidos sobre esa amistad inicial que impulsaba el relato.
Filmada en locaciones naturales, utilizando el norte argentino (Jujuy) como vehículo para avanzar en la segunda etapa de la historia, la del relato, “Mi obra maestra” no logra trascender algunas cuestiones recurrentes en la obra de la dupla Duprat/Cohn relacionada a una reaccionaria mirada de clase que tiñen y opacan el intento de reforzar un cine for export pensado solo como entretenimiento para las grandes masas.