El arte contemporáneo como estafa
Una observación hacia El artista (2009) permite afirmar que el foco en ese caso estaba puesto en el espectador/consumidor de arte y su posible transformación al verse conmovido por la obra (basta solo recordar las escenas donde la cámara aparece por detrás de la obra y se valoran los comentarios críticos de los consumidores). Al igual que gran parte de la estética que guiaba las escenas de la película, el personaje estaba creado de forma abstracta y minimalista. Pero en Mi obra maestra (2018) el foco se pone en el artista como personaje. Un protagonista con deseos, ambiciones y un pesimismo violento heredado de la experiencia como artista plástico, que confabula contra él mismo y contra la esfera del arte actual que con sus estándares snobistas parece querer dejarlo afuera de la movida cultural y no reconocerlo como el gran artista que es… o que alguna vez fue en los años 80.
Renzo Nervi (Luis Brandoni), cuyo apellido parece traslucir su desfachatado porte y su accionar virulento, es un pintor venido a menos con más deudas contraídas que ganas de permanecer en la esfera visible del mercado del arte plástico actual. Arturo Silva, (Guillermo Francella), un experimentado galerista y amigo personal, se embarcará en una deliciosa aventura tragicómica para que todo el país y el mundo admiren el arte de Nervi. No obstante, la popularidad y la suerte estarán aquí signadas por la estafa.
La dupla creativa de Gastón y Andrés Duprat se unen una vez más a Mariano Cohn, esta vez solo en el rol de productor, para traer a escena una comedia bien lograda, eficiente e inteligente, con un guión adaptado al público masivo y un impiadoso énfasis puesto sobre los estereotipos que se manejan en el mercado del arte. Allí críticos, curadores, galeristas y artistas fluctúan sus propios registros estéticos y valores en torno a la burbuja especulativa propia de un capitalismo salvaje donde el mensaje prevalece a la técnica.
Con tintes de mega-producción, Mi obra maestra se inserta en el cine de los Duprat como una acabada crítica, bastante más liviana que El artista, donde la idiosincrasia argentina cumple un rol particular a destacar. El film compone una adecuada mirada al mundo del arte plástico y a la ajetreada vida de sus hacedores. Cuanto más auténticos son estos, cuanto más se aferran a sus principios, más pueden irse alejando de los grandes galardones sociales que regían el discurso prevaleciente en El ciudadano ilustre (2016).
De esta forma los directores siguen creando un meta-relato que advierte a los espectadores sobre el quejumbroso y a veces absurdo mundo artístico, pero destacando valores como la amistad y el amor que pueden surgir entre un curador o marchan y el artista plástico. Asimismo, no se escatima el humor negro que caracterizó sus producciones anteriores.
Por su parte, la utilización del dúo Brandoni- Francella (Durmiendo con mi jefe, El hombre de tu vida) crea el perfecto juego de complicidad que permite lograr empatía entre sí y con los espectadores. Es aquí Andrea Frigerio quien compone magistramente al personaje snob, la galerista empresaria por excelencia.
Con respecto a los guiños hacía las diferencias sociales siempre presente en el cine de los Duprat, si en El hombre de al lado lo que prima es una caracterización de una clase media urbana que se siente cool y que no desea mezclarse o ver deschavetada su vacía vida por la irrupción del diferente, lo que vemos en Mi obra maestra es una negociación entre los diferentes modos de vida.
Al fin y al cabo lo que importa es producir entre egos, envidias y narcisismos varios, y que prime la obra, el éxito… aunque para ello sea necesario -al menos por un tiempo- desaparecer de escena.