La salvaje inocencia
No es conveniente indagar demasiado en las ideas sobre clase y sexo que tiene la directora Anne Fontaine, un tanto esquemáticas a juzgar por algunos de sus antecedentes cinematográficos (Cómo maté a mi padre, Nathalie X, Cocó antes de Chanel). Sin embargo, la diferencia aquí está en que elige el camino de la comedia para hacer más digeribles sus planteos esquemáticos y los resultados no están del todo mal. El buen pulso narrativo de la película y los picantes duelos dialécticos entre los protagonistas justifican, tal vez, su visionado.
Isabelle Huppert es la típica gélida burguesa insoportable que se dedica a la exhibición de obras de arte y vive con André Dussolier, como si de un contrato se tratara, y el hijo de ambos. Todo se transforma a partir de la irrupción de Benoit Poelvoorde, el padre de un amiguito del nene, un ente que subvierte el glaciar de la familia. Las frases que el personaje utiliza son directos y certeros ataques sin filtro hacia los lados más oscuros de una vida abundante en lo material pero carente de vitalidad. La comedia parte de lugares comunes: la figura del insoportable (estereotipo del bruto gracioso), los enredos de parejas y los intercambios verbales filosos; su estructura es también totalmente convencional, basada en los mecanismos de desequilibrio y reparación. A diferencia de las comedias clásicas, aquí no queda nada más que lo que la superficie muestra. No obstante, ciertas líneas de diálogos son durísimas y perturbadoras, a la vez que sacan sin anestesia a relucir las miserias humanas, sin desenfado. Las bufonadas, al respecto, de Poelvoorde son eficaces, simpáticas y hacen justicia frente a la pose francesa de los intelectuales a los que decide molestar. El poder de desacralizar los juicios de valor y de bajar a tierra las pretensiones de esos otros artistas acomodados hacen del mismo un personaje empático al instante, con ciertas frases que quedarán en lo mejor del año: un ejemplo es “¡yo me hago una paja con mi alma! Pero me preocupa la suya”, cuando la Huppert lo acusa de tener alma de grosero y de alcohólico.
Entonces, lo mejor de esta comedia aparece en los jugosos diálogos que los personajes mantienen para marcar sus diferencias, mientras que lo peor gana terreno en la última media hora de falsas reparaciones igualitarias. Aquí, el costado salvaje del protagonista queda relegado por la inocencia (también salvaje) de la directora para caer en el camino de la complacencia amorosa. De todos modos, Mi peor pesadilla es esa clase de películas que pueden disfrutarse como cuando uno se permite alguna licencia gastronómica. Eso sí, una dosis excesiva puede resultar perjudicial para la salud.