El inconsciente freudiano llega en musculosa
Dueña de una carrera que se remonta a mediados de los años ’90, Anne Fontaine, nacida en Luxemburgo, supo integrar una franja de realizadores que en Francia abunda: aquéllos capaces de hacer un cine personal para un público selectivo, no necesariamente de elite. Buena prueba de ello son dos de sus películas estrenadas en Argentina, Cómo maté a mi padre (2001) y Nathalie X (2003), cuyo desenmascaramiento de la “normalidad” burguesa las tornaba algo programáticas tal vez, pero inquietantes. Parecería que la Sra. Fontaine se cansó de esa clase de películas, apuntando ahora a una mayor masividad. Así lo hacen pensar la previa Cocó antes de Chanel (2009), biopic convencional de esa institución de la moda gala, y ahora Mi peor pesadilla, una comedia que queriendo revertir esquematismos queda atrapada en ellos.
La situación de arranque ofrece llamativas semejanzas con El hombre de al lado, de los argentinos Gastón Duprat y Mariano Cohn. Para tirar abajo una habitación y remodelarla, una pareja de muy buena posición contrata a un albañil que es como lo otro absoluto. Ellos (Isabelle Huppert y André Dussolier) son educadísimos, refinadísimos, discretísimos. El colmo de la civilización, en una palabra. El otro (el belga Benoit Poelvoorde) es un verdadero animal, que mientras le da al taladro y la maza usa metáforas como que “no hay que limpiarse el culo antes de cagar” (en una reunión de padres del colegio), invita al dueño de casa a irse de putas y amaga con mirarle la entrepierna a Huppert, para verificar “si la tiene pelirroja”. Ellos viven en un piso de 200 m2, él vive de prestado. Ellos no cogen desde que tuvieron a su hijo (unos diez años, más o menos), él es un macho cabrío que se voltea lo que se le cruce. Obviamente, la llegada de esta suerte de inconsciente freudiano en musculosa va a desacomodar el imperio del Yo que rige ese piso, derritiendo a golpes de picahielo el glaciar de sus anfitriones.
La tipicidad echa por tierra todo el andamiaje de Mi peor pesadilla, haciendo de los personajes puras entelequias. Huppert –más gélida que nunca– y Dussolier –tan gentil como de costumbre– no son, representan cosas. Dueña de una galería de arte ella, editor literario él, Agathe y François son una versión particularmente adinerada, particularmente chic, del sector social al que en Francia llaman bobos, por bohémies bourgeoises. Patrick es el populacho, básico, bruto y carnal. Planteadas así las cosas, los guionistas (la propia Fontaine y un señor Nicolas Mercier, proveniente de la tele) se ven obligados a sortear sucesivas encerronas, intentando esquivar el fantasma racista y clasista con la caricatura burguesa como coartada, invirtiendo roles e intentando revertir luego la prototipia, sin evitar caer finalmente en la variante redencionista. Pero es el bruto el que necesita redimirse: eso quiere decir que es él el que estaba en falta. Típico de estos casos, por querer mostrarse desprejuiciado se termina mostrando la hilacha.