Vivan las antípodas
Comedia sobre una mujer delicada y fría (Isabelle Huppert) que conoce a un tipo vulgar.
Para que a uno le guste Mi peor pesadilla deberá gustarle Isabelle Huppert. Al autor de estas líneas le gusta Huppert, mucho, mucho más que esta comedia francesa -decir comedia francesa es dar una definición estilística, antes que un dato de producción- sobre el acercamiento de dos personajes antinómicos. Una señora fina, fría, acaso frígida -es lo que sugiere su marido, interpretado por André Dussolier- que conoce a un hombre vulgar, grosero y marginal, pero cargado de ímpetu libidinal. Impetu que, hasta conocerla a ella, ejerce con mujeres rudimentarias, rellenas y muy lujuriosas.
La ecléctica realizadora Anne Fontaine ( Nathalie X, Coco después de Chanel), conocedora del alma femenina, decidió llevar al extremo el estereotipo -justificado o no- que se creó en torno de Huppert. Agathe, su elegante personaje, vive con su esposo -en realidad no están casados legalmente- en la zona más exclusiva de París y maneja una fundación de arte vanguardista. Si no estuviéramos ante una comedia, o aun estándolo, podríamos encontrar en ella los rasgos del gélido, filoso, perverso, atractivo personaje que interpretaba en La profesora de piano, de Michael Haneke.
Agatha y su pareja tienen un hijo preadolescente, que no se separa de un compañero de colegio. El padre de este chico, Patrick (Benoit Poelvoorde), parece salido de una comedia norteamericana de despedida de solteros (nada más alejado del cine de Haneke). En el ríspido vínculo con Agathe, ambos irán cambiando: el lento, dificultoso acercamiento de las antípodas.
En sus mejores momentos, la película remeda, vagamente y en distinto tono, a El gusto de los otros, de Agnes Jaoui, con el foco puesto en los efectos del choque/atracción de mundos. En los pasajes más flojos, Mi peor... cae en lugares comunes, se excede en los desbordes de Patrick (que termina resultando molesto incluso para el espectador) y se debilita en subtramas demasiado artificiales.
Lo extraordinario -aunque, en realidad, es frecuente- es la actuación de Huppert: su ductilidad, su capacidad para comunicar a través de pequeños gestos, el modo casi lúdico en que disfruta del juego con su imagen pública. Su personaje no termina de soltarse. Cede, apenas, en algunas escenas, en las que aparece achispada por el alcohol. Nunca del todo. Si no, no sería Agathe, ni la señora Huppert o lo que se fantasea de ella.