Un casamiento con muchos líos y pocas sorpresas
Si el cine se redujera a moldes, Mi primera boda calzaría sin esfuerzo en el de “casamientos conflictivos”, posible subgénero de la comedia de costumbres. Aquí los ingredientes: una pareja simpática a punto de casarse, que no termina de encajar; cierta oposición entre las familias de los novios para dar pie a una opereta de Montescos y Capuletos; se incluye aquí a los amigos de una y otra parte (que siempre la embarran), para generar una galería que abarque el espectro más amplio posible y que el público pueda encontrar sin problemas con quien identificarse. Un tercero en discordia, que agrega aceite para que el asunto se ponga más resbaloso. Y un conflicto insignificante puesto en módico fuera de control. La lista de antecedentes es larga, pero por cercanía es inevitable no recordar la exitosa saga de La familia de mi novia, con Ben Stiller y Robert De Niro. Como en ese caso, la primera gran diferencia entre Leonora y Adrián, los novios, es religiosa. Lo cual si no sorprende en la comparación entre películas, mucho menos lo hará si se atiende a que Mi primera boda es el segundo largo de Ariel Winograd, quien ya había aprovechado el juego de las diferencias en su ópera prima, Cara de queso.
Winograd pone a los protagonistas al borde del altar donde un cura y un rabino, a quienes hubo que convencer con un porcentaje extra para que obviaran un detalle que no es bien visto ni de un lado ni del otro, oficiarán en conjunto. Siguiendo al estereotipo del héroe judío cinematográfico, Adrián es gracioso a fuerza de culpa e inseguridad, mientras Leonora es la típica cristiana obsesiva y obsesionada con el matrimonio –que lejos de cualquier cuestión de fe, se reduce a esa puesta en escena tragicómica que siempre son las fiestas de casamiento (así en el cine como en la realidad)–. Nervioso por los preparativos, Adrián termina extraviando el anillo de la novia e intentando recuperarlo perderá el otro. Atemorizado por la posible reacción de Leonora, el resto de la historia girará en torno de las situaciones confusas que se crearán a partir de las demoras que el mismo Adrián provocará para ganar tiempo y tratar de hallar las alianzas perdidas.
Aunque se ha reunido a un atractivo elenco cuyo desempeño general es bueno; aunque fotográfica, musical y rítmicamente la película sea sólida; a pesar de la encantadora secuencia de los títulos iniciales, dibujada por el gran Liniers (que por ahí aparece, sin barba ni orejas de conejo) y de que algunas de las situaciones puedan resultar un entretenimiento aceptable, el problema de Mi primera boda es justamente la comodidad de quedarse donde se la espera. Una de las posibilidades a la hora de hacer cine es edificar sobre seguro, preocuparse por captar al espectador masivo y relegar la posibilidad de encontrarles variantes a los moldes. Si este fuera el caso, no hay nada que agregar y sin dudas se lo ha hecho con éxito. En cuanto a lo particular, Hendler aprovecha su perfil imperturbable para convertir a Adrián en una suerte de Buster Keaton sin riesgo. Es decir: anda por los techos, se descuelga con una soga en un aljibe y trepa por las tuberías, pero los techos son bajitos y los planos siempre cerrados. Sin llegar al nivel de su mejor trabajo en cine (Francia, de Israel Adrián Caetano), Natalia Oreiro cumple con su parte. Pero, como tantas veces, lo mejor de Mi primera boda pasa por los secundarios encarnados por Martín Piroyanski y Soledad Silveyra, que por momentos parecen sacados del universo de Esperando la carroza (la única) y su sola aparición les da a sus escenas un calor de comedia que el resto de la película apenas consigue encender.