Toda celebración, aunque sea planeada de manera meticulosa, es potencialmente la crónica de una muerte anunciada. Ya sea un cumpleaños, un Bar Mitzvah o, como en este caso, un casamiento, la idea de reclutar en un espacio cerrado a una fauna insondable de parientes y conocidos durante un par de horas es un plan digno de una mente siniestra. En su tercer largometraje, Ariel Winograd aborda esta problemática sin pena ni gloria, dentro del marco de una comedia hecha a base de relaciones familiares y conyugales que culminan en variados equívocos.
Mi primera boda respeta a rajatabla el género comedia y los personajes se reducen a estereotipos con poca profundidad: la idishe mame, el intelectual, la mejor amiga de la novia que busca pareja, las ex parejas de los novios que no consiguen olvidarlos, el familiar totalmente torpe, los padres de los novios que desconfían de su unión, los amigos del novio que van de levante, y la lista sigue. Los protagonistas, Natalia Oreiro y Daniel Hendler (ella masiva, él del palo del under) dan vida a Leonora y Adrián: ella, una novia que ama pero que también duda de que su pretendiente sea el hombre indicado; él, un novio que ama pero que nunca llega a cumplir las expectativas de su prometida.
El error inconfesable que comete Adrián funciona como el disparador que desata una crisis en medio de lo que debía ser un limbo de tranquilidad y felicidad y, por momentos, este argumento no parece lo suficientemente convincente como para producir todas las catástrofes que arruinan la boda. Quizás esto suceda por el hecho de que la película busca desesperadamente hacer reír y, por atenerse al género de una manera tan acartonada, no se permite ir al encuentro de medias tintas. Si el eje central está puesto en una fiesta que pretendía ser perfecta y que termina siendo todo lo contrario, se puede pensar en diluir gags fáciles a través de lo tragicómico, en ahondar en personajes con más contenido y menos forma, y también en ir busca de un argumento un poco más sagaz. Pero eso no sucede.
Se pueden rescatar algunos aciertos. Winograd retoma la temática religiosa (delineada en Cara de queso, su película anterior) pero, en este caso, contrapone las tradiciones católica y judía mediante un humor que es efectivo y que no apela a golpes bajos. Así, las disquisiciones teológicas entre el padre (Marcos Mundstock) y el rabino (Daniel Rabinovich), ambos miembros del grupo Les Luthiers, se convierten en uno de los puntos más logrados del film tanto por las actuaciones como por el guión que las sustenta. Recursos como el de los protagonistas que miran a cámara y apelan al público contando su historia desde un tiempo externo a la narración, las grabaciones de los invitados a los novios e interpretaciones como las de Soledad Silveyra, Pepe Soriano y Martín Piroyansky valen por sí mismas y logran maquillar limitaciones argumentativas.
Cae de maduro que conseguir atenerse a un género es difícil, pero al mismo tiempo sería tonto no reconocer que más complejo es intentar darle una vuelta de tuerca a esas directrices que se nos imponen (no con vistas de alcanzar la originalidad porque, bien sabemos, ese es un callejón sin salida) con el objetivo de apropiarse profundamente de esas reglas para que pierdan su condición de palabra santa y se conviertan en algo más maleable e indeterminado. Winograd ya logró dar el primer paso al demostrar que maneja con prolijidad el género, queda pendiente el gran salto y sólo el tiempo dirá si se anima a darlo o no.