La fiesta inolvidable
Adrián (Daniel Hendler) juega tirando el anillo al aire. Está en un balcón y la cámara nunca nos mostró cómo se ve el suelo desde esa altura. Nosotros suponemos (sabemos) que momentáneamente perderá el anillo y dará lugar a todo tipo de situaciones increíbles para esconder tamaño error. Sí, es un cliché: la película rinde homenaje a la comedia norteamericana de los años '50 y '60, haciendo principal referencia a la screwball comedy (la comedia de enredos: algo así como Muerte en un funeral) y al slapstick (el humor físico en estado puro), en menor medida. No es un film revolucionario, pero no no todos tienen que serlo. En este caso estamos hablando de una producción cómica inteligente, con suficiente espíritu y actores carismáticos que logran que la alegría se transmita hacia el público. Porque de eso se trata: como si fuera un musical, Mi Primera Boda es una película feliz.
Natalia Oreiro es, aún más que Hendler (quien está bastante bien como el torpe -pero bienintencionado- joven judío) el alma de esta película: bella, simpática y carismática. La cámara sabe captar sus gestos y potenciarlos. El cine, la pantalla grande, potencia todo: por eso los actores teatrales que no tienen en cuenta las dimensiones del nuevo formato tienden a sobre-actuar. Algo similar ocurre con los actores que vienen de la televisión. Oreiro logra ser fiel a su estilo y encandilar cada vez que aparece en escena.
Es cierto que los buenos films establecen el ritmo y el tono en los primeros minutos. Mi Primera Boda abre con una secuencia de títulos (animada por el caricaturista Liniers) que resume la vida y la personalidad de los dos protagonistas. Él, un chico judío que se la pasaba jugando a los videojuegos. Ella, una chica católica que estudiaba para recibirse. La música, los colores vívidos y el resumen se adecuan perfectamente al meta-relato.
Hendler y Oreiro se complementan de tal modo que nos creemos todas las situaciones que los involucran. Aparece un villano: el seductor Miguel Ángel (Imanol Arias), un hombre con ínfulas de intelectual. De esos que no bailan en un casamiento pero se la pasan criticando a los que sí se divierten, como si estuvieran en una posición más elevada. Él será uno de los tantos desafíos que tendrá que atravesar la pareja. También están los mismos familiares, algunos de los cuales están, sí, sobreactuados (principalmente la madre alcohólica, Soledad Silveyra). No es el caso del sidekick, el compinche, el potz: Martín Piroyansky como el joven primo que quiere ayudar pero termina entorpeciendo aún más los desastres de Adrián. El triángulo cómico que forma con los novios es totalmente eficaz. En un casamiento donde todo puede salir (y saldrá) mal, este tipo de personajes no ayudan para remontar las cosas. Nosotros estamos agradecidos.
Hay algunas pequeñas secuencias que no funcionan del todo (breves insertos de humor físico, como Natalia Oreiro corriendo a su ¿futuro? marido con una motosierra) pero son más los aciertos. Entre tanta comedia que va al lugar común y se olvida que es cine, se agradece que esta producción no sólo tenga ingenio, humor y chispa, sino también mucho profesionalismo. Una película no es la sumatoria de sus partes sino el sentimiento psicológico que provocan. En ese caso, estamos hablando de un film que logra contagiar alegría. Como si fuera un musical.