Retrato de una diosa triste
Michelle Williams brilla con luz propia en la semblanza de Marilyn Monroe, acompañada por grandes actores. Calificación: muy buena
La memoria suele ser parcial, traicionera y condescendiente, sobre todo si se trata de un hecho que bien puede graficarse con el flechazo luminoso a los 20 y pico, el encuentro insólito con una diosa. Con ese halo de irrealidad y trampas de la percepción, la película de Simon Curtis, Mi semana con Marilyn, reproduce la experiencia de un joven asistente en el set de filmación de El príncipe y la corista, película que Marilyn Monroe filmó con Sir Laurence Olivier en Londres, en 1956, bajo la mirada impotente de su esposo Arthur Miller y un séquito de personajes extraordinarios, opacados por el fulgor platino de la diva eterna.
Michelle Williams provoca el mismo estupor que a Clark (Eddie Redmayne) aquella experiencia. La actriz nominada al Oscar se enfunda en la sensualidad desbordante e inmanejable de Marilyn, inocente y bella, insegura, casi tonta, brillante, despótica y manipuladora, todo a la vez. Un grandioso trabajo de la actriz que emula el encuentro desquiciante de Marilyn con Sir Olivier, interpretado por Kenneth Branagh (ganador de un Oscar). Entre la fascinación y el fastidio creciente, el actor soportó los caprichos de la Monroe que se trasladó a Londres con Paula Strasberg (Zoë Wanamaker), esposa de Lee, el maestro del método, y guardiana de los estímulos con que, supone, Marilyn despertará su talento, liberado de la voluptuosidad de su figura.
La película está filmada con escasa imaginación en lo que respecta a puntos de vista y encuadres, pero el fuerte del relato está en la tarea actoral, desde Eddie Redmayne, pasando por Judi Dench, Emma Watson (en un humilde tercer plano), junto a Williams y Branagh. Además de la semblanza más o menos complaciente de la diva de Hollywood, la película desarrolla la idea del don artístico, los esfuerzos por ser el número uno (Olivier), el pánico por ser sólo un cuerpo en el espacio (Marilyn) y la iniciación en el difícil camino de la producción, sujeto a los humores despóticos de las estrellas.
La actriz logra la ambigüedad de Marilyn como rasgo de identidad. Establece la relación entre el don inexplicable, la fotogenia y la apropiación casi salvaje de las miradas, con el talento refinado, emocionante y sutil de Olivier. Michelle Williams encontró el tono superficial y el desvalimiento del personaje. A partir de esas marcas, deja entrever una mujer incapaz de ser feliz, atrapada en el mito que ella misma alimenta para seguir viviendo.