Esa rubia debilidad
Basada en dos libros escritos por Colin Clark, Mi semana con Marilyn (My week with Marilyn, 2011) muestra el encuentro entre la estrella y el autor, cuando ella filmó una película en Inglaterra. Pese a sus limitaciones argumentales, el film cobra vida a través de la actuación de Michelle Williams, una de las mejores actrices de su generación.
Era el año 1956 cuando Marilyn Monroe viajó a Inglaterra para filmar El príncipe y la corista (The Prince and the Showgirl, 1956) con Sir Laurence Olivier (también director). No sólo la distanciaba su condición de extranjera, sino también el mote con el que cargó desde siempre; la sex symbol que no terminaba de consumarse como una “verdadera y gran actriz”. Mi semana con Marilyn muestra cómo fue su estadía, a través del punto de vista de Colin Clark (un poco expresivo Eddie Redmayne), un personaje que, como lo plantea el film, fue el único que pudo comprenderla en plena inestabilidad emocional.
Clark era, por aquel entonces, un muchacho de 23 años proveniente de una familia tan adinerada como poco motivadora. Fascinado por el mundo del cine, esta “oveja negra” decidió trasladarse hacia la ciudad para poder ingresar, como sea, a la industria cinematográfica. Y finalmente lo logró con el predecible derecho de piso: tercer asistente de dirección, pero en uno de los rodajes más promocionados de aquel entonces. Mientras Clark veía a su sueño hacerse realidad, Monroe acababa de llegar con un poco contenedor Arthur Miller, el tercer marido con el que –bien sabemos- no llegó a buen puerto. Hostigada por sus propios miedos, un matrimonio reciente pero desastroso, y –sobre todo- un desentendimiento profesional permanente con Olivier (Kenneth Branagh), la diva encontró en el muchacho un puente para comunicarse con su entorno. Y él supo corresponderle, aunque los límites profesionales se hicieron difusos, confluyendo en un affaire poco menos que glorioso (para él).
Mi semana con Marilyn mira a la actriz a través de los ojos de un muchacho inocente, pero el planteo argumental no supera lo previsible. Por momentos, pareciera ser un producto del canal Hallmark, desarrollando líneas argumentales un tanto maniqueístas. La película nos recuerda en varias secuencias que Monroe intentó dar un vuelco a su carrera tomando obsesivamente las enseñanzas del “Método”, escuela promocionada, entre otros, por Elia Kazan. Una técnica de actuación que utilizó, por ejemplo, Vivien Leigh (esposa de Olivier) para componer a su delirante Blanche du Bois en la versión cinematográfica dirigida por Kazan de Un tranvía llamado Deseo (An streetcar named Desire, 1951), y que en el caso de Monroesignificó la intención de crear personajes de forma más sentida, menos superficial.
Entre su figura arrolladora y la imagen de una mujer solitaria y desprotegida, asistida por Paula Strasberg (esposa de Lee, otro de los defensores del Método) y finalmente comprendida por Clark, la Marilyn de Williams es más interesante en sus apariciones solitarias y fugaces que en las escenas que comparte junto su enamorado. Es como si la película cobrara fuerza cuando su criatura es sugerida, mostrada en penumbras, y no cuando el objeto masculino la interpela de forma más directa. La dirección de Simon Curtis tampoco hace mucho por generar un mayor interés, pues más allá de algunas secuencias mejor logradas, la puesta en escena no tiene grandes hallazgos.
Mejor interpretada por el teatro y la literatura (hay una joyita de Joyce Carol Oates, Blonde, en algunas librerías de saldos), Marilyn aún no tiene una película que muestre su costado más profundo. Mi semana con Marilyn es una buena película con una gran actriz, pero no tiene esa “verdad” que la real Marilyn buscó en su carrera.