Se dijo acerca de los impresionistas que estos no dibujaban el objeto sino la atmósfera en el que este existe; algo así ocurre con la cabal interpretación que de Marilyn hace Michelle Williams -nominada al Oscar por segunda vez consecutiva, la última nominación por este trabajo- esta captura de una manera sutil el aura Marilyn, su orfandad, el halo de ingenuidad infantil, su sensualidad salvaje, su degradación físico-psíquico-espiritual; hasta aquí la Marilyn histórica, pero lo más significativo de la película es quizás el hecho de que nos permite presenciar el extraño espectáculo en que una persona es a la vez mujer y mito.
Pero ¿qué es un mito después de todo? ¿Una simple ficción popular? ¿Una matriz interpretativa de fuerzas que escapan a la razón? ¿El producto de un sistema económico reproducido hasta la masividad y el cansancio?
O quizás tan solo el sueño de eternidad y permanencia, de un momento que contiene a todos los demás, de una mujer, en el caso de Marilyn, que es todas las mujeres de su época -o por lo menos que encastra cabalmente en el sueño sexista de una femme fatale pero infantilizada-.
Todo lo anterior es posibilitado por el cine esa potencia productora de arte que, a diferencia de su par más antiguo: el teatro -algo elitista y ya un poco rancio para la época, representado por la figura de Laurence Olivier, muy bien interpretado por Kenneth Branagh-, produce la ilusión de permanencia y trascendencia tan necesaria en un momento histórico de posguerra como fueron los años cincuenta; y realmente al ver a Williams enfundada en su vestido blanco ajena al ojo omnisciente de la cámara tenemos la sensación de estar presenciando a Marilyn ya compuesta por otra materia, por la materia de los sueños y quizás la de la inmortalidad.