Mi semana con Marilyn

Crítica de Hugo Fernando Sánchez - Tiempo Argentino

Una actriz tan frágil como una estrella

Michelle Williams interpreta magistralmente a Marilyn Monroe en este film dirigido por Simon Curtis. La historia, basada en un libro de Colin Clark, se centra en la época en la que el escritor conoció a la diva de Hollywood.

Para el momento que fue convocada por Laurence Olivier para protagonizar El príncipe y la corista (1957), Marilyn Monroe había hecho un puñado de películas –La comezón del séptimo año, Cómo pescar a un millonario, Los caballeros las prefieren rubias–, estaba casada con el famoso dramaturgo Arthur Miller –luego del beisbolista Joe Di Maggio, el guionista Robert Slatze y James Dougherty, un militar–, pero por sobre toda las cosas, se había convertido en un producto hollywoodense, atiborrada de pastillas para soportar la fama, la falta de afecto y la soledad. En ese contexto, Monroe llega a Inglaterra en el pico de sus inseguridades para trabajar con Olivier, el actor y director británico formado en la maciza escuela shakesperiana.
Mi semana con Marilyn, basada en el libro homónimo de Colin Clark, se centra en el período en que como asistente de dirección, el joven Clark (Eddie Redmayne) estuvo en contacto con la estrella en el set, la adoró en cada una de sus equivocaciones, la consintió en su legendaria falta de puntualidad, se encandiló cuando vio la magia que podía lograr frente a la cámara, pero además, fue testigo de su intimidad, de la devastadora fragilidad de Norma Jeane Baker que ya no podía desprenderse del traje de Marilyn.
Para el desafío de explorar una faceta desconocida de Marilyn, el director Simon Curtis contó con la extraordinaria Michelle Williams, en un trabajo lleno de matices que alumbra la fragilidad del personaje. La interpretación de Williams (La isla siniestra, Blue Valentine - Una historia de amor, Secreto en la montaña) es tan brillante, que al igual de lo que pasaba con la propia Marilyn, cada vez que aparece en pantalla el resto de los actores –principalmente Kenneth Branagh que compone a un envarado Olivier– se convierten en objetos opacos, apenas cabezas parlantes que enhebran el relato, un engorroso compás de espera hasta que Marilyn/Williams se hace presente.
Pero también, la notable performance de Michelle Williams no hace más que resaltar la intención del film, que se propuso y logró dar cuenta de la extraordinaria actriz que fue Marilyn Monroe, casi un acto de justicia histórica después de que por décadas fue considerada apenas como un objeto sexual. En ese sentido no está de más recordar lo que dijo Billy Wilder sobre Marilyn, a la que dirigió, aborreció y amó en Una Eva y dos adanes, inmediatamente después de El príncipe y la corista: “Era el infierno, pero valía la pena.”