La corista que quería vivir
Tan cliché como el "los caballeros las prefieren rubias" es el "todas quieren ser Marilyn". Unas cuantas revisiones biográficas en formato de libros, artículos periodísticos, alguna miniserie olvidada a las que ahora se suma Mi Semana con Marilyn, están determinadas a afianzar la contracara de ese cliché con otra concepción trillada sobre la rubia entre rubias: "Qué difícil fue ser Marilyn" (o su variante de señora de entrecasa "Pobre Marilyn", como cuando comenta desgracias ajenas de vecinos).
Es que al cine se le ha hecho difícil taclear a Marilyn post-Marilyn. Y ésa es la tarea que se encomienda Mi Semana con Marilyn: mostrar en su intimidad a la rubia más compleja, que despertó en vida pasiones y envidia por igual y tras su muerte se convirtió en uno de los grandes íconos de la cultura occidental del último medio siglo (y si no, pregúntenle a Madonna, porque a Warhol es imposible a esta altura).
Por eso tal vez, Mi Semana con Marilyn desde el vamos intenta acotar su sujeto apelando a mostrar sólo un momento en la vida de Monroe, interpretada por Michelle Williams, quien fue nominada al Oscar por el papel. El período elegido es la filmación de El Príncipe y la Corista en Inglaterra.
Allí llega Marilyn acompañada por su por entonces esposo, el escritor Arthur Miller, y su coach de actuación, Paula Strasberg (esposa de Lee Strasberg, quien popularizó "la actuación por método" y fue profesor de drama de Marilyn). En el set embelesa a todos, empezando por Colin Clark (Eddie Redmayne), un joven de clase alta interesado en el cine que consigue su primer trabajo como asistente en la productora de Sir Laurence Olivier, el actor de teatro devenido estrella fílmica, devenido director (a cargo de Kenneth Branagh, otro actor/director asociado a Shakeaspeare).
Colin hace las veces de narrador y punto de vista predominante del film (que tiene una estructura de coming of age, o película de maduración, sobre su paso de recién graduado seducido por la industria fílmica y sus estrellas a hombre que tras ser testigo de las bambalinas del show business crece a partir del desencanto) ya que la película está basada en las memorias del Colin Clark real.
Pronto comienzan las complicaciones en la filmación a raíz de los cambios de humor y plantones por parte de Marilyn, que la película explica explícitamente como una falta de confianza en sí misma ante las presiones puestas en ella como estrella y mujer. El embelesamiento de todos es efímero, particularmente en Olivier, que alterna su admiración por la estrella de Hollywood y su carisma en pantalla, con la tiranía de director cuando la actriz no logra recordar sus parlamentos. Se muestra como también Monroe lidia con las presiones de su marido -uno de los grandes intelectuales del siglo XX- y de Strasberg, que más allá de animarla a creer en sí misma y su talento, tiene el interés (no muy) velado de convertirla en un ejemplo exitoso del método promulgado por ella y su marido.
El film explota de forma trillada el paralelo entre las presiones a Marilyn y a Olivier, quien tiene que mantener la filmación dentro de los tiempos requeridos -lo que se le complica por el comportamiento de Monroe- mientras lidia con los celos de su esposa, Vivien Leigh (Julia Ormond), que ya no es la joven starlet que se consagró haciendo de Scarlett O'Hara en Lo que el Viento se Llevó, y que nota la mirada de su marido ante la presencia de la rubia.
Marilyn ejerce el escapismo de todas las presiones del set y su vida junto a Colin, quien como todo joven, tiende a extender su infatuación. Él no la juzga, no le pide nada. Con él, Michelle Williams da paso a la Marilyn más vulnerable y más encantadora en el film, alejada de la criatura titubeante carcomida por la falta de autoestima que tanto enerva a Olivier; pero alejada también de la femme fatale con la respuesta exacta a las preguntas cínicas de los periodistas, o de la diosa de celuloide que con un par de movimientos de cadera y un mohín de su boca conquistaba a todos.
Williams se luce como la "Marilyn íntima" cuando larga pequeñas frases epifánicas sobre "el ser Marilyn" con igual parte de resignación y autoconsciencia, pero lamentablemente no la dejan desarrollar más ese aspecto cuando tiene que encarnar todas las otras facetas del ícono en menos de dos horas. A esto se le agrega un cierto tono infantiloide con el que se encaran sus acciones en esos días que decide escaparse junto a Colin de la filmación, lo que resulta en una versión Hollywood medio trunca de La Princesa que Quería Vivir.
Así como se desaprovecha bastante la muy buena actuación de Williams y la conexión con el Colin Clark de Redmayne, el director debutante en cine Simon Curtis no sabe qué hacer con tantos actores de renombre encarnando figuras míticas del cine clásico. Está Emma Watson como una vestuarista que es el otro interés amoroso de Colin, que a conveniencia de lo que le ocurra con Marilyn, la guardan entre los percheros de ropa. Está Judi Dench haciendo de Sybil Thorndike, una actriz teatral y precursora de films mudos que una vez que muestra su apoyo a Monroe como actriz y la legitima, desaparece completamente de la historia (acá le podemos echar la culpa a Adrian Hodges, el guionista). La Vivien Leigh de Julia Ormond queda reducida a una mujer de mediana edad que añora cuando ella generaba los suspiros que ahora causa la protagonista de su marido, un Branagh que pareciera ser simplemente un neurótico frustrado y frustrante.
En su fijación por mostrar el conflicto interno de Marilyn, el de Colin, el de Olivier y las bambalinas de la filmación de una película, Curtis y Hodge se dispersan y se traban más que cuando Marilyn intentaba recitar sus líneas.