Un juego de espejos
La película, dirigida con solvencia televisiva, retrata las diferencias artísticas que surgieron entre Marilyn Monroe y Laurence Olivier cuando filmaron El príncipe y la corista.
A mediados de 1956, en el pico de su fama, Marilyn Monroe llegó a Londres para filmar su primera –y única– película fuera de Hollywood, El príncipe y la corista, dirigida, producida y coprotagonizada por sir Laurence Olivier, por entonces toda una eminencia del teatro y el cine británicos. Del encuentro de esas dos potencias –a cuál más extraña una de la otra– salió una comedia triste y desvaída, con apenas algunos momentos de fulgor. Pero el anecdotario de ese rodaje, que estuvo a punto de hundir las carreras de ambos, se convirtió en leyenda, por las irreconciliables diferencias artísticas entre Marilyn y Olivier, que parecían planetas fuera de órbita, a punto de colisionar. Esa leyenda es la que narra Mi semana con Marilyn, dirigida con prosaica solvencia televisiva por un tal Simon Curtis, pero redimida por la sensibilidad con que Michelle Williams compone a su Marilyn, al frente de un reparto que no ahorra grandes nombres propios del firmamento británico: Kenneth Branagh, Judi Dench, Emma Watson y Julia Ormond.
El punto de vista del relato es el de Colin Clark, un documentalista y escritor británico que a los 23 años fue tercer asistente de dirección de la película y que después supo sacarle buen provecho a ese rodaje, con la publicación de dos libros, The Prince, the Showgirl and Me y My Week with Marilyn, en los que dio cuenta de la infinidad de conflictos que atravesó la producción y de su heroico rol en el proceso, donde la confianza que se habría ganado de Miss Monroe salvó la película. Al menos esa es la versión que da por cierta el film de Curtis y que nadie hoy está en condiciones de discutir.
El joven Clark que retrata la película (interpretado sin gracia alguna por Eddie Redmayne) es hijo de una aristocrática familia británica, formado en el rigor del Eaton College pero fanático del cine de Hollywood y adorador de Marilyn, que no tarda en hacer suyo el sueño del pibe: trabajar en la producción de Olivier (gracias a sus contactos familiares) y convertirse en el confidente de la estrella. Hay todo un costado de relato de iniciación en Mi semana con Marilyn, una suerte de desvaído Mensajero del amor (1970, Joseph Losey), con Colin como un go-between demasiado crecido, que nunca llega a funcionar, no sólo por la unidimensional actuación de Redmayne, sino también por la falta de vuelo de la dirección de Curtis, incapaz de hacer suya aquella magnífica y melancólica frase con que se abría el film de Losey: “El pasado es un país extraño...”.
Sin embargo, y más allá de los chismes del cine dentro del cine (¿Olivier estaba perdidamente enamorado de Marilyn, como sugiere su propia esposa, Vivien Leigh?), el proyecto permite adentrarse –de manera quizá demasiado didáctica– en dos concepciones completamente antagónicas de actuación que colisionaron en El príncipe y la corista. Cuando Marilyn llega a Londres era una estrella y un sex symbol mundial, pero quería ser una gran actriz: estaba recién casada con el dramaturgo Arthur Miller y venía de profundizar en el Método del Actor’s Studio, fundado en Nueva York por Lee Strasberg. Por el contrario, Olivier era un gran actor de la más rancia escuela shakespeariana que odiaba los métodos del Método, porque creía que la actuación era “una ilusión” y no era necesario bucear en ninguna “memoria emotiva” o verdad interior.
Son estas diferencias las que de entrada van ahondando la brecha entre ambos y que provocan la inseguridad a dos bandas: Olivier se reconoce incapaz de manejar a una figura puramente cinematográfica, hecha de genial fotogenia e intuición, mientras que Marilyn se siente disminuida frente a la realeza teatral británica que encarna no sólo Olivier, sino también todo su elenco. Es esa inestabilidad emocional, esa fragilidad esencial de Marilyn lo que mejor logra transmitir Michelle Williams de su personaje: aunque se nota que ha estudiado a su modelo al detalle, el trabajo de Williams (protagonista de dos estupendas películas indie de Kelly Reichardt: Wendy y Lucy y Meek’s Cutoff) tiene justamente algo de esa verdad profunda que buscó Monroe en sus años finales. Por el contrario, el Laurence Olivier de Kenneth Branagh –a quien más de una vez se ha calificado como el nuevo sir Larry– está demasiado compuesto, se le nota bastante el trabajo de ponerse en la piel de su antecesor. En esos juegos de espejos, quizás involuntarios, radica el interés de una película cuya única personalidad es la de su elenco.