En una clase de pintura, como a la que ella solía asistir en su infancia, Cecilia Kang le pregunta a las niñas que concurren allí qué quieren ser de grandes. Seguido a eso, distintas escenas se concatenan, todas con dos factores en común: lo femenino y la sangre coreana toman el protagonismo. Se observa a mujeres en un almuerzo hablando de la necesidad de mudarse para no sufrir; recorriendo un shopping y en un cementerio con comidas y bebidas a modo de ofrendas.
Un taller donde se muestra a otra de ellas -de quien la directora fue discípula- frente a cámara, un restaurant coreano, un bar exclusivo para la colectividad donde los jóvenes conversan, se sacan selfies y hacen karaoke: todas estas postales que filma la Kang intentan buscar una mirada alejada que le permita observar sus raíces con cierto exotismo.
A partir de hacerse preguntas sobre ciertas naturalizaciones, el documental plantea otro modo de ver una cultura, cuestionando los discursos machistas que la atraviesan y donde, por ejemplo, las niñas se convierte en mujeres creyendo que su profesión no puede influir en su rol familiar e impera el deseo de las madres de que sus hijas se casen con hombres de su colectividad.