Lo viejo que resiste
Con una amplia trayectoria en teatro, el dramaturgo Israel Horovitz traslada al cine -y debuta en la dirección de largometrajes- una de sus piezas, My old lady (traducida aquí como Mi vieja y querida dama), sin mayor vuelo formal pero con una precisión evidente en el apuntalamiento de los temas que tensionan la superficie de la obra/film: que son ni más ni menos que las deudas del pasado, la infancia como un receptáculo para las tristezas que serán expresadas en la adultez y las segundas oportunidades. Se trata de una película sólida en términos argumentales y discursivos, pero que defecciona allí donde el cine se hace presente: sus imágenes son subsidiarias no sólo del texto, sino también de unos actores que están fantásticos, como lo suelen estar Kevin Kline, Kristin Scott Thomas y Maggie Smith, pero que no dejan de jugar roles estereotipados y habituales en sus carreras: Smith es la vieja entre simpática y ácida; Kline el canchero cínico; y Scott Thomas la burguesa desorientada.
Evidentemente, proviniendo del cuño del que viene, no podíamos esperar de Mi vieja y querida dama algo más que teatro filmado: hay un notable disfrute tanto en autores, como en muchos intérpretes y hasta en determinado público, en congraciarse con lo teatral como una de las formas de la calidad artística. Lo que importa, decididamente, es el tema, aquello de lo que se habla. En ese sentido, la película de Horovitz tiene las ideas bien claras: aprovecha acertadamente el casi único espacio de su película (un viejo departamento parisino), se vale de su trío de actores de excepción y borda una comedia dramática leve, en el estilo de las refinadas comedias británicas destinadas al gran público (ver si no el luminoso póster, que contrasta con la oscuridad del conflicto central). Esa textura, que a algunos puede llegar a irritar, funciona básicamente porque el texto es bueno y porque Kline y Smith hacen bien el jueguito de comedia geriátrica con dejo de ironía, y porque Kline y Scott Thomas transitan con aplomo sus personajes de hijos apesadumbrados.
Y precisamente allí, en el juego de parejas que establece Horovitz, la película va gastando sus moderados aciertos. Claramente Kline y Smith construyen la comedia ligera y otoñal que genera complicidad con el espectador, y que le da paso al drama solemne que Kline y Scott Thomas elaboran luego. Es un puente algo abrupto el del film, porque esas tensiones familiares y vinculares que aparecen en la segunda mitad, pierden demasiado de vista la levedad de la primera parte. Mi vieja y querida dama se pone un tanto previsible y aburrida, y juega con un misterio que se ve venir desde el mismísimo comienzo.
No obstante, la película se redondea dignamente cuando al fin de cuentas termina celebrando a sus personajes algo perdedores. Ese encantamiento del romance que puede resultar algo convencional y que florece en el final, es después de todo una negación a la sordidez del drama en la raíz independiente (que ya dejó de ser ruptura y es también un cliché en sí mismo). Lo que termina quedando relegada es su subtrama materialista, representada en esa casa que el protagonista heredó y por la que viaja a Francia para tomar posesión. Hay ahí toda una serie de comentarios y acotaciones sobre el paso del tiempo, los bienes materiales y la economía desde un punto de vista social, que se pierde totalmente de vista en la última parte del relato. Horovitz decidió hacer el recorte que vemos, dándole privilegio a sus actores y al drama de sus personajes. Porque Mi vieja y querida dama no es otra cosa que un film de actores, ese viejo cine de cámara que aquí aparece levemente ilustrado con paisajes parisinos como para sumar al talento de los firmantes el de la belleza postal.
Mi vieja y querida dama es una vieja guardia del cine que se resiste a irse, como la señora que vive en la casa que heredó el protagonista de la película.