Mi villano favorito es uno de los pocos estrenos de animación recientes capaz de hacer un manejo responsable de la autoconciencia, recurso que, en manos de muchas otra películas, cada vez se revela más como un comentario sobrador y despectivo sobre el mundo la historia del cine. La película de Coffin y Renaud articula de manera inteligente la parodia con un relato emotivo sin por eso ceder terreno a la solemnidad o el golpe bajo: hasta en los momentos más tristes (como cuando las tres nenas vuelven al orfanato después de un día difícil) los directores se las arreglan para construir humor sin restarle dramatismo a la escena. Es justamente esa tensión entre comedia y drama lo que hace de Mi villano favorito una película robusta que no se agota en la parodia fácil estilo Dreamworks o en el tono más trágico de algunas de las últimas películas de Pixar.
Gru, un villano que está atravesando una mala racha, vive en la ciudad y tiene una rutina común y silvestre. Pasea por el parque, hace las compras y le avisa al vecino que su perro le estuvo dejando regalitos en el jardín. El chiste, claro, es que Gru hace todo eso apelando al mal y a la crueldad, ya sea congelando con un rayo a la gente que está delante suyo en la cola o amenazando al vecino con ahorcar al perro. El desparpajo y la vileza del personaje hacen que la balanza nunca se termine de inclinar hacia el lado de la parodia más ramplona: sí, es cierto que Gru es un villano descontextualizado, fuera de su ambiente natural (una película con superhéroes o espías, quizás) pero la perversidad de la que hace gala lo pinta como un villano hecho y derecho, siempre digno, aunque se vea obligado a habitar un mundo que no es el suyo. Y aunque al personaje no le cuaje del todo el complejo que se le adosa desde el guión (un trauma infantil que habrá de condicionar su destino), el ridículo con que está trabajado ese trauma hace que (por suerte) nunca termine de hacerse presente la psicología: el recuerdo de la indiferencia y la frialdad de su madre hacia él es más un motor de la historia y un disparador de gags que una parte constitutiva del protagonista.
El amor hacia los relatos que muestran Renaud y Coffin es la prueba cabal de que no se está frente a otra película cínica y pretendidamente lúcida como Shrek. Esto se nota con claridad cuando Gru les lee un cuento a las nenas: ellas se saben la historia de los tres gatitos de memoria pero les fascina escucharla de nuevo, como si la puesta en marcha de ese relato fuera algo maravilloso, una manera de escapar de la tristeza y remontarse hacia un mundo mágico (Gru les lee en la cama para que se duerman, o sea que el cuento funciona efectivamente como pasaje a otro mundo, el de los sueños). El cuidado dedicado a la construcción de lo físico hace de Mi villano favorito un cine atento a los detalles, capaz de generar emoción (como lo hacía Número 9) a partir de la materialidad de las cosas. En la misma escena de la lectura del cuento, cobra una fuerza increíble el libro que lee Gru: colorido, de formas juguetonas y con los títeres de los tres gatitos que se manejan con los dedos al mismo tiempo que se pasan las páginas de cartón; ese libro y sus texturas cálidas, amigables, que casi invitan al contacto de la mano, condensan gran parte del drama y la inteligencia cinematográfica de la película.
Y en esta línea física, muchos de los mejores chistes de la película están protagonizados por los secuaces de Gru, un montón de bichitos amarillos queribles a la vez que tontos y peligrosos (todos andan armados, uno hasta tiene un lanza-misiles) que se la pasan golpeándose o haciendo pavadas. Por momentos, la película abusa un poco de ellos, pero la gracia y la violencia con que están construidos les permite soportar una enorme cantidad de gags y los habilita a hacerse cargo de una buena parte de la comedia de la película. Presentes en los créditos finales y hasta en el logo inicial de una de las productoras, los ayudantes de Gru son de los personajes más queribles e inquietantes de los últimos años, a la par de los Oompa Loompa de Tim Burton.
La cordialidad que se desprende de la película, de sus planos, de sus personajes y del mundo que habitan, también se siente en la manera de acercarse al conflicto del protagonista. En ningún momento la película fuerza a Gru a asumir el rol de padre de las tres nenas huérfanas, sino que el recorrido que realiza el personaje (de reacio y asqueroso a papá casi modelo) se percibe auténtico, personal, y nunca está en función de un discurso a favor de la familia. Lo mismo pasa con su profesión de villano: incluso haciéndose cargo de las nenas, Gru nunca renuncia a sus planes malignos, y la película respeta esa decisión sin obligar al personaje a llevar adelante un cambio de vida. Esa tolerancia general con el personaje termina haciendo de Mi villano favorito una película accesible y placentera como pocas, un viaje feliz que sigue las peripecias de un padre improvisado y entrañable.