El atroz silencio interior
Como ocurre con los directores que tienen rasgos formales y temáticos singulares, aquellas películas en las que se alejan de esa exhibición explícita de sus modos resultan totalmente desconcertantes. En la extensa filmografía de Nanni Moretti, películas como La habitación del hijo o Mia madre asoman como viajes impersonales hacia un cine mucho más estable en términos narrativos, tersos para consumo masivo, con temáticas universales pensadas en contextos dramáticos clásicos. Sin embargo todo esto, cuando uno descubre que detrás de esos convencionalismos se sostiene la mirada de un director impar, no dejan de ser más que una serie de reparos caprichosos de un espectador que desea ver una y otra vez el mismo dispositivo. Moretti evidencia un viaje con quiebres, que en la vejez ha encontrado cierta calma discursiva, no sin por eso perder la energía de lo que dice. “Palabras, no hechos” parece decir el director: por eso en Mia madre se corre del protagónico y elige un personaje gris, el buen hermano que se ocupa de la madre moribunda.
Hay que decir, no obstante, que aún con sus aciertos, estas películas son inferiores a sus grandes films de los 80’s, y especialmente a esas dos obras que lo instalaron en el primer plano mundial allá en los 90’s: Caro diario y Aprile. No sólo había allí un discurso formal tenso, sino que además el personaje que representaba mirándose al espejo Moretti era el de un cruzado, alguien capaz de enfrentarse al mundo armado nada más que con su verba, con una palabra furiosa y una lengua afiladísima. Seguramente La habitación del hijo y Mia madre resulten obras más maduras, prolijas técnicamente, pero carecen de esa vibración que hacía del cine de Morettí, EL cine de Moretti.
Otra cosa que hay que decir es que Mia madre perfecciona la búsqueda de La habitación del hijo -llamativamente sus dos películas distintas tienen a la muerte de un ser querido en el centro dramático-, y que tiene que ver con un cine tan mainstream como personal. Moretti sí puede colar aquí, a partir de una historia con dos subtramas fuertes, sus acotaciones sobre el mundo, el mundo del cine y el cine del mundo, que es en definitiva lo que termina definiendo su lugar como artista. Pero más allá de algún ensayo en sus últimas películas, lo que más llama la atención de este film es el alto grado de autocrítica que practica el director, acostumbrados como estábamos a verlo destilar broncas contra todo lo que se le enfrentaba. Mia madre es, seguramente, su película más amarga, triste y melancólica; y su aceptación final de que hay cosas que están tan lejos de sus manos como de sus emociones es realmente desesperante.
Margherita Buy interpreta a Margherita, directora de cine en medio de un rodaje difícil. El personaje cumple un rol de evidente alter ego de Moretti, pero no lo es en la misma forma en que lo son los alter ego de Woody Allen (director con el que siempre se lo ha vinculado): no hay aquí una asimilación física o verbal del personaje cinematográfico del realizador. Por el contrario, le toca a esta Margherita afrontar una etapa difícil en la auto-reflexión morettiana, la de la profesional segura de su trabajo pero dudosa de cómo afrontar los conflictos que el paso del tiempo generan en su vida. Por eso que no hay capricho en la construcción de ambas subtramas, sino que una se relaciona con la otra. El leitmotiv del film es una frase que la directora les dice a sus actores, eso de que deben estar ellos mismos al lado de sus personajes. Es precisamente ese impedimento de Margherita por estar al lado del personaje social que representa, lo que angustia a la hija que va viendo cómo su madre se muere.
Moretti, que ya había reflexionado sobre la desilusión de izquierdas (en Aprile gritaba mirando la tele “D’Alema, decí algo de izquierda. Decí algo, aunque no sea de izquierda, decí algo…”), ahora se encuentra vacío, incluso, cuando mira hacia adentro. El final de Mia madre es notable, una línea de diálogo y un último plano magistrales. La imagen es demoledora con la protagonista y sus ojos vidriosos, evidenciando esa desesperación ante el “mañana” que responde a la más profunda de las angustias: ¿cómo seguir cuando nos descubrimos absolutamente prescindibles y todo sigue? Todo sigue, y sin nosotros, como si nada. Para un director/autor que parecía tener cuestionamientos ingeniosos hacia todo, este silencio que encuentra en su interior es absolutamente atroz.
Mia madre es una película que sobrelleva algunos escollos (las bufonadas de Turturro hacen algo de ruido, ciertas imágenes vinculadas con sueños no aportan demasiado) y que logra finalmente aunar con pertinencia el estilo más esperpéntico de la comedia a lo Moretti con su reflexión sobre conflictos burgueses e intelectuales. No es lo que habitualmente buscamos en el cine del director, pero su sobriedad para abordar el melodrama sin dejar de lado la emoción (de manera mucho más sólida que en La habitación del hijo) es digno de destacar, especialmente en una cinematografía como la europea donde directores como Haneke preferirían la sordidez y la misantropía como única forma de expiación. Por el contrario, el italiano aporta su consabida calidez para desarmarse (la película tiene muchos puntos de contacto con su vida real) antes que desarmarnos. En el fondo y más allá de la superficie clásica que exuda, Mia madre no deja de ser una película valiente.