Una versión de Cenicienta
Desde el principio, Mía se presenta como un cuento de hadas, desde la mirada de su protagonista. En una de las primeras escenas aparece Ale (Camila Sosa Villada), una travesti que trabaja como cartonera, con la nariz pegada a una ventana, encandilada por un cumpleaños familiar. De ese lado del vidrio se escuchan risas, hay globos, confort, la foto típica. Del otro lado está el asfalto gris y el carro de Ale. Por suerte, no habrá realismo a lo Dickens, sino fantasía y melodrama.
Ale encuentra luego un diario íntimo, que pertenece a una tal Mía, y se compenetra en su historia, la de una madre que ha abandonado a su hija y esposo. Ella se acercará a esa nena (Maite Lanata) y a su padre distante (Rodrigo de la Serna) y ese ambiente de familia disfuncional de Núñez será el anverso de la "aldea rosa", la villa en la que vive la protagonista, que alberga una comunidad gay que se une para resistir el desalojo.
Cuando un documentalista se queja porque las chicas de la villa se arreglan para salir en cámara y eso no va con "la imagen realista, cotidiana", Antigua (buen trabajo de Naty Menstrual) le responde: "A las travestis nos encanta fantasear". Y ese principio está en la estética y el tono de la película, que pone tules sobre el paisaje marginal, que pinta la aldea como una cajita de música.
Camila Sosa Villada crea un personaje que evade el estereotipo, sensible, tímida y soñadora; Maite Lanata la sigue con naturalidad y el guión se detiene en varios tópicos de género: la inserción social, la idea de familia, la comunidad, la identidad. Todos en boca de algún personaje y subrayados en referencias varias, como las múltiples que aparecen a El joven manos de tijera. Quizás esas insistencias sean el punto débil del relato, que por momentos no matiza su melancolía, con marcaciones musicales excesivas. Eso no quita que Mía cuente una historia que había que contar, y que se haga cargo de ese discurso desde un lugar humano y sensible.