Una noche en el Museo Vaticano
Unas semanas atrás se planteó en estas mismas páginas lo problemático de abordar a un genio desde un medio antes que nada físico como es el cine (en literatura es más fácil, ya que franquea el paso al mundo interno), a propósito del estreno en Argentina de Van Gogh ante las puertas de la eternidad. El problema reaparece con Michelangelo infinito, que a diferencia de aquélla elige hacerlo por la vía del documental. Documental combinado con dramatizaciones, como se verá enseguida. Los propios títulos de ambas manifiestan la dificultad de abordaje: palabras como “eternidad” e “infinito” hablan de lo inabarcable por definición, lo inaccesible, lo que está más allá del ojo humano.
La película dirigida por Emanuele Imbucci es algo así como una audio-guide de museo reforzada. Se repasan, con intención didáctica, vida y obra del coloso florentino, con presencia de dos actores como para hacer la cosa más “cinematográfica”. Uno, el conocido Enrico Lo Verso (L’America, Farinelli) habla en primera persona y en voz alta, “haciendo de” Buonarotti. Otro, Ivano Marescotti, encarna al artista, arquitecto e historiador Giorgio Vasari, algo así como el primer crítico de arte italiano, además. Mientras que Miguel Ángel (la película no aclara de dónde están tomados sus fragmentos) transmite su ambición (“la ambición te come vivo”), su sed de infinito, su amor por la materia, su lucha para volverla maleable, Vasari describe la obra del artista desde un lugar específicamente estético. Ese lugar tiene una herida de nacimiento: Vasari parte de la base (indiscutible) de que Miguel Ángel era, como diría Pappo de su mamá, “lo más grande que hay”. De modo que sus observaciones se ven rociadas por una catarata de aumentativos, esos que en el habla italiana proliferan. Aumentativos replicados por una música que parecería querer subrayar, con su magnificencia, la del artista.
Michelangelo infinito es así una película unilateral, cerrada, acrítica. No se puede dialogar con ella, del mismo modo en que ella no dialoga con su objeto. Todo está aquí fuera de dudas, de modo que la estrecha relación del artista con papas y señores no se investiga, no se somete a preguntas, no se cuestiona. Lo mismo sucede con la tardía confesión, “en boca de Miguel Ángel”, de que sobre el final de su vida tuvo dos grandes amores. Uno era un muchacho, la otra una mujer. O la falta de interrogación sobre la propensión escultórica de Miguel Ángel a lo colosal, lo muscular, lo sobrehumano. En lugar de eso el realizador se entretiene con ralentis o reflejos de las obras en el agua, que seguramente serán símbolo de algo. Desde ya que es imposible no recomendar una película que contiene a la Pietà, al David, al Moisés, a la Capilla Sixtina. El recorrido en detalle que se hace por esta última, pintada a los 33 años, así como por El Juicio Universal, son algunos de los momentos más valiosos, en términos de History Channel.