Esta biografía es como un panegírico, un elogio nunca desmedido por la talla del artista del que se habla.
Se diría que Michelangelo di Lodovico Buonarroti Simoni, nacido en Florencia en 1475, hasta su muerte en 1564 fue tan talentoso y perfeccionista como ambicioso.
Un hombre que pasa los 50 años (Enrico Lo Verso, de Ladrón de niños y Alatriste), tira una maza. “La piedra no puede ser sometida a la voluntad del hombre. Debe ser despojada de todo lo que la oprime”. Le habla al bloque de mármol que acaba de comenzar a golpear.
A esculpir. A cincelar.
Y allí aparece en escena Giorgio Vasari, pintor, arquitecto, escritor de arte, quien sí habla a cámara. Dice “He reclamado el derecho a juzgar”, y ha escrito Las vidas de los más excelentes pintores, escultores y arquitectos, publicado en 1568, o sea 4 años después de la muerte de Michelangelo.
Este trabajo sigue la vida del artista renacentista a partir de las palabras del personaje, la opinión de Vasari y algunas escenas reconstruidas, como el derrotero del Tondo Doni, que está en la Galería Uffizi y es la única obra conocida que Michelangelo pintó sobre madera, y cómo el pintor fue negociando, pidiendo más y más ducados a quien se lo encargó.
Pero lo mejor está en la observación de las obras –tanto el Vaticano como Florencia han permitido rodar allí donde se encuentran desde hace más de 500 años-. El David y La Piedad se admiran con lujos de detalles.
Se lo ve de niño, con Ghirlandaio, su primer maestro, que lo confió a Bertoldo Bertoldo di Giovanni a los 13 años y luego cuenta con el mecenazgo de Lorenzo el Magnífico.
“Aspiraba a un arte más heroico que la pintura. Me gustaba ensuciarme las manos. Mi nutrición de pequeño fue polvo de mármol mezclado con leche”, cuenta Miguel Angel, ya que su nodriza era hija de picapedreros.
Michelangelo habla en voz alta y relata su vida mientras esculpe, a veces relojea a cámara.
Por celos ajenos y por no poder mantener la boca cerrada y criticar a compañeros de estudio en diversos talleres, uno de ellos le pega y deforma la nariz. “Esa fue su mejor obra”, dice el artista.
Al rato, se lo ve diseccionar cadáveres para estudiar la anatomía humana: es sabido que Michelangelo fue un maestro, entre tantas cosas en recrear músculos, venas, las articulaciones de las piernas y los brazos.
Ambicioso y con algo de soberbia -así se lo retrata-, podrá casi rebuznar por El Moisés de la tumba del Papa Julio II, hablar de su disputa con Rafael, o cuando trabajó “en la pared de enfrente” de Leonardo Da Vinci, y ninguno de los dos pudo terminar sus frescos en un mismo lugar.
Pero es tan grande el hombre que pintó la Capilla Sixtina a los 33 años que este filme de Emanuele Imbucci, más que ofrecer un análisis, que lo tiene, lo deja como un soberbio.
“El arte no lo contentaba, él quería el infinito”, se cita a Rodin. Como para tener una dimensión del artista.