El intento del debutante Emanuele Imbucci es didáctico y reverencial. Es ostensible la idolatría que le dispensa al arquitecto, poeta, pintor y escultor nacido el 6 de marzo de 1475 en Florencia, un genio indiscutible capaz de transformar la materia bruta en figuras hermosas. Basta observar lo que hizo Miguel Ángel con la piedra para rendirle una admiración total. Tan solo haber esculpido la Madonna de Brujas o el David hubiera sido suficiente para que su nombre conquistara la eternidad. Es por eso que nadie puede dudar de la elección de Imbucci, sí cuestionar a fondo su perezoso método de celebrar la obra del artista, una aproximación rudimentaria que tiñe de kitsch una obra que repele esa maldita patología de la estética por la que una obra de arte pierde su singularidad para ser deglutida en un código que detiene el pensamiento e incluso domestica la emoción estética.