El año pasado, Ari Aster sorprendió a todos con su opera prima, El legado del diablo (Hereditary), una película alejada de los lugares comunes, donde el terror estaba anclado en un drama familiar: el desasosiego emocional era el caldo de cultivo para que lo espeluznante tomara la escena. Casi sin pausa, el director empezó a trabajar en Midsommar, en la que el cine de autor vuelve a confluir con el de género y el horror también tiene como punto de partida una tragedia personal.
Con referencias casi explícitas al clásico de terror británico El culto siniestro (1973), Aster vuelve al siempre inquietante tema del forastero inmiscuido en el seno de una comunidad cerrada. En este caso, los forasteros: tres estudiantes de una universidad estadounidense, invitados por un amigo en común a pasar unos días de vacaciones en su pueblo de origen, en la campiña sueca, y participar de la festividad especial que tendrá lugar ese verano. A ellos se suma la novia de uno de ellos, Dani (la talentosa Florence Pugh), que está atravesando una etapa de duelo.
Aster construye un micromundo visualmente deslumbrante. Los jóvenes parecen haber llegado al paraíso terrenal: en un prado rodeado de bosques y montañas, una mezcla de aldea hippie y menonita, con extrañas cabañas comunitarias, amistosos pobladores vestidos de blanco, flores y hongos alucinógenos por doquier. Demasiado hermoso para ser real.
Esa notable puesta en escena, con imágenes difíciles de borrar de la mente y fascinantes referencias a rituales paganos, está manchada por detalles grotescos que le quitan verismo. Pero, sobre todo, no está acompañada por un guion a la altura. En ese lugar donde nunca se pone el sol sucede todo lo que desde un principio imaginamos que va a suceder.