El terror está en nosotros
Hay en la crítica actual una urgencia y una desesperación por catalogar, etiquetar y aseverar sin matices a directores nuevos, en lo que se ve como una carrera invisible por ser el primero que avistó una filmografía todavía inexistente. Ari Aster es el blanco de una nueva crítica, algunos de ellos discípulos de ciertas voces que, sin ver la película, definen si es buena o mala para una vez estrenada afirmar: “Lo dicho, era mala, se los dije”. Incluso algunos utilizan como argumento algunas entrevistas en las que Aster manifiesta cierta reticencia al cine de terror…. ¿Acaso eso es un material bibliográfico para pensar un texto crítico sobre una película? ¿La obra no puede hablar sobre sí misma? Está claro que la crítica siempre, en la teoría al menos, tiene que ser subjetiva, por eso hay influencias y elementos que definen una posición y ahí se posa otra pregunta válida: ¿Es necesario tener una perspectiva tan determinante sobre una película que acabamos de ver? La crítica significa reflexión, la cual se anula por completo si hay una sentencia de algo que todavía está rebotando en nuestras cabezas. De todos modos, a Aster ya se le había pegado la calcomanía de elevated horror con su ópera prima El legado del diablo, una categoría que no solo denigra al director sino también al género. Si ampliamos el panorama de la crítica, resulta increíble que todavía exista la disquisición entre los sintagmas “cine arte” y “cine popular”. Incluso dentro de esta última categoría de manera errónea se mezclan autores que en su momento se hallaban en las antípodas, y que recién mucho tiempo después fueron revalorados; claro está, por una reflexión que solo permite la variable del tiempo para reposar las lecturas y las ideas. Es así que el grito urgente sobre una película es vacuo.
Midsommar tiene muchas influencias del cine de terror clásico, es innegable los puntos de comparación con The Wicker Man (1973) y otras películas de ocultismo que se propagaron durante los 70. Si bien los géneros son esas cajitas que operan en favor de un cierto orden esquemático, el halo de novedad está en la forma; de nuevo el uso de la retórica audiovisual parece ser también un punto de rechazo por parte de la nueva crítica, que recae en comparaciones absurdas. La gran idea que atraviesa Midsommar es la de la retorcida ruptura amorosa de una pareja en la que se devela progresivamente la dinámica siniestra de un culto. La estrategia formal de Aster incluye grandes momentos gráficos de terror precedidos de climas construidos en base a un montaje preciso. Es inentendible que se le cuestione que incluya una decapitación como parte de una marca de autor, recordemos que es la segunda película de este joven director. El cine mainstream actual, además de la crisis que se presenta en primer plano por la distribución restringida de cierta clase de títulos, esboza en la lectura de ciertas películas una falta de paciencia (tanto de los espectadores como de la propia crítica) para la resolución de situaciones, momentos y acontecimientos; todo debe ser ya y como lo esperamos, no hay lugar para el desvío. La irritación, y esto es ya una consecuencia general de estos tiempos, se manifiesta porque lo que un director nos entrega es una narración con ausencia de lugares familiares en los que nos podríamos cobijar. De ninguna manera Midsommar es la película perfecta ni la verdad revelada, es tan solo una película de terror que trabaja sobre el dread, es decir, sobre las situaciones que generan pavor por una idea o concepto, y no en el scare (el efecto de un susto puntual). Un claro ejemplo del dread es El bebé de Rosemary (1968), historia que construía un miedo que se materializaba en el cierre. El camino hacia ese rostro final de Mia Farrow tapándose la boca es lo que angustia, y no la aparición material de un ser, un monstruo o cualquier forma del mal.
De vuelta sobre algunas críticas de esta película. Resulta también llamativo el desprecio por el cine moderno (¿Modernoso? ¿De verdad?), más aún las etiquetas de “anticine” o “esto no es cine” y demás definiciones casi imposibles de sostener con argumentos sin caer en una lluvia de adjetivos. Las películas son películas, no son botines de una guerra inexistente como nos quieren hacer creer algunos críticos. La cultura cinéfila de aquellos que se dedican a escribir sobre cine es preocupante, se leen más adjetivos que construcciones e ideas sobre por qué una película gusta o no. Ya ni siquiera se puede esperar de los textos una reflexión crítica que complemente la visión del espectador / lector. Desde una posición ulterior dentro de la disciplina, la autocrítica es hoy más que nunca una práctica que todos los que estamos involucrados en la divulgación del cine debemos implementar. La urgencia por gritar una opinión es una herramienta para las redes sociales, para encuentros informales, pero no para un texto crítico, y es así que nos exige a estudiar, a leer, a tener una responsabilidad con una profesión devaluada (en muchos sentidos). Principalmente porque del otro lado hay alguien que nos lee, se trata de un compromiso tácito. Midsommar es el chivo expiatorio de turno, a la que la esperaban con los cubiertos bien afilados en vez de una pluma sesuda, la única “arma” que un crítico necesita para expresarse.