Midsommar

Crítica de Martín Chiavarino - Metacultura

Verano esotérico

Midsommar (2019), el último film del realizador estadounidense Ari Aster, reconocido por su ópera prima El Legado del Diablo (Hereditary, 2018), señalada como uno de los mejores films de terror del año pasado por aportar aires novedosos al género, se adentra en los herméticos rituales paganos de una comunidad sueca que desarrolla inusuales creencias basadas en culturas y lenguajes antiguos.

Un grupo de jóvenes universitarios, estudiantes de antropología en su último año académico, viajan en sus vacaciones de verano a una antigua comunidad del norte de Suecia en la que creció uno de ellos, Pelle (Vilhelm Blomgren), para los festejos del solsticio de verano, una celebración especial de nueve días que se realiza cada noventa años. Aunque viajan como un grupo de amigos, cada uno tiene su agenda personal, cuestión que va minando la convivencia y genera duras rispideces entre ellos. Mientras que Josh (William Jackson Harper) intenta estudiar las costumbres y las tradiciones de la comunidad para su tesis de grado, Mark (Will Poulter) solo piensa en las chicas y Christian (Jack Reynor), que no tiene un plan definido, invita a su novia, Dani (Florence Pugh), que se encuentra en un estado de extrema fragilidad emocional debido a la muerte de su hermana y sus padres durante un ataque psicótico de la primera, a sumarse al viaje por compromiso, sin estar realmente interesado en que ella vaya, ya que en realidad quiere romper la relación pero no sabe cómo.

El viaje iniciático de los jóvenes norteamericanos a una comunidad hippie en Europa como antropólogos que se adentran en lo exótico se transforma rápidamente en una pesadilla cuando la aparente armonía con la naturaleza de la comuna se trastoca en liturgia y prácticas macabras paganas típicas de sectas religiosas con tradiciones espeluznantes. Lo idílico se transforma en monstruoso, pero lo más aterrador es la aceptación pasiva de los protagonistas de los terribles sucesos que experimentan, intentando explicar todo en base a las teorías antropológicas que entronizan la diferencia. Lo monstruoso emerge como la asimilación de los protagonistas a la dinámica comunal. El relato narra esta conformidad como sorpresa, indiferencia e incluso tolerancia, y también por supuesto, mucha ingenuidad. Los personajes por momentos parecen adormecidos, sujetos con la mente entumecida, inmovilizados ante la extrañeza y dirigidos directamente al matadero. Todos aquí son víctimas y victimarios, todos tienen un monstruo escondido bajo una máscara con la que enfrentan al mundo, alegoría y temática universal de las fábulas y los relatos populares de los que se alimenta la historia.

En lugar de una cura para superar las problemas de la pareja de Dani y Christian o del fortalecimiento de la amistad, las vacaciones en la comunidad pagana sueca agravan todas las crisis e incluso generan nuevos conflictos, que demuestran la unidad de la comuna y el egoísmo patético y elucubrador de todos los protagonistas, que tan solo conviven para pasar el rato sin sentir nada por el prójimo y tratan de sacar ventaja como forma de asimilar y convivir en un mundo bajo la teoría de la competencia total. La película pone de manifiesto la desidia y la falta de empatía y de lazos entre los norteamericanos, cuestión que se contrapone con la relación entre la pareja británica invitada por otro integrante de la secta, y por la unidad férrea de los integrantes de la comarca sueca.

El film de Aster remite claramente a El Hombre de Mimbre (The Wicker Man, 1973), de Robin Hardy, y pone también en contraste la extrañeza de la idiosincrasia actual ante los detalles y las peculiaridades de las culturas antiguas. Las festividades por supuesto son un proceso de metamorfosis de la comunidad que exorciza a los malos espíritus a través de un ritual que involucra prácticas sexuales colectivas y sacrificios humanos al fuego purificador.

Ari Aster trastoca el eje visual, da vuelta la imagen y genera zozobra a partir de situaciones incómodas e inesperadas como dispositivos para desestabilizar al espectador y prepararlo para el terror que se avecina. La música de Bobby Krlic bajo su seudónimo The Haxan Cloak irrumpe en las escenas con una inusitada fuerza aterradora para fundirse con la fotografía desestabilizadora y detallista de Pawel Pogorzelski, dos pilares del horror del film.

Midsommar construye una narración serena, costumbrista, plagada de detalles y alegorías de una sociedad tradicional con sus ritos y particularidades que sobreviven a las distintas generaciones para crear una entidad paralela, hermética y bien organizada, educada y lista para integrarse, una típica comuna surgida de los experimentos sociales alternativos del Siglo XIX.

Al introducir lo brutal la narración genera distintas respuestas en los personajes y la monstruosidad emerge como una forma de comprender el mundo y una actitud ante los demás. La mirada de pavor convive con la mirada antropológica que busca comprender lo distinto, insertarse en la comunidad y ganarse la confianza de los integrantes. Pero la comunidad es un gran experimento y los huéspedes que creen estar estudiando a la comunidad se convierten en las víctimas de su propia curiosidad. Cada uno de los huéspedes ocupa un lugar en el entramado comunitario que tiene que ver con su capacidad de insertarse en la dinámica de la especial festividad que se celebra. La construcción de la psicología de cada uno de los personajes a través de sus motivaciones es fundamental aquí para comprender el quiebre que la comarca realiza en ellos y el derrotero de cada uno en el rito veraniego que celebra la fertilidad.

Las excelentes actuaciones son el corolario de una dirección extraordinaria que exige interpretaciones extremas muy logradas. El horror de Midsommar confluye en la construcción de situaciones escalofriantes que dejan una marca, imágenes impasibles traumáticas que recalibran los sentidos a partir de una música incidental y estridente que ejerce una presión insoportable sobre una fotografía cruda. Los rituales paganos son construidos como parte de una ruptura con la cotidianeidad, una celebración para alejar el mal con ritos extremos. Crueldad, actos sexuales procreativos, goce ante la catarsis, sanación retorcida y sabiduría ancestral son las herramientas de Aster para crear una metáfora sobre la necesidad de construir vínculos reales en lugar de regodearse en el egoísmo individualista, eje de las políticas neoliberales que tiene a Estados Unidos como su país más fanático.