Se estrena Midsommar, el segundo largometraje de Ari Aster (El legado del diablo). Una fábula de suspenso que sucede dentro de una comunidad sueca con extraños ritos y costumbres para la civilización occidental. Una obra pretenciosa y decepcionante.
Una nueva ola de cineastas del género de terror está surgiendo y vale la pena prestarle atención. Robert Eggers, Jordan Peele y Ari Aster conforman, entre otros, una especie de élite de directores que están llamando la atención en el circuito de premiaciones y, también, entre un público más selecto que no busca las típicas propuestas efectistas de terror que se estrenan casi todas las semanas
Lo nuevo de Aster, que había dividido aguas con su ópera prima, El legado del diablo, pretende seguir los pasos de su antecesora en más de un sentido. En primer lugar, con respecto a la duración y el ritmo. Aster decide alejarse de los cánones convencionales en la duración de cada plano. Se arriesga a componer planos prolijos, fijos, más largos de los que se acostumbra en un film de horror industrial. Pone a prueba la paciencia del espectador. Tampoco busca efectos forzados o impacto a través de la música o cortes de montaje abruptos. En ese sentido, El legado del diablo y Midsommar dialogan perfectamente.
También se profundiza un poco la obsesión del realizador en lo que respecta a sectas, ritos, sacrificios y en la deconstrucción de la seguridad familiar y la búsqueda de una familia comunitaria.
Es indudable la influencia del terror gótico británico de los 60 y 70, así como del Stanley Kubrick de Barry Lyndon y El resplandor. Pero ahí terminan las comparaciones entre una obra y otra.
Lo que en El legado del diablo se establecía como un coherente tejido de golpes que culminaban en un clímax impredecible (pero nunca forzado), en Midsommar, todo se convierte en una excusa pretenciosa y extensa para criticar la incomunicación, hipocresía, rencores y misoginia de la pareja protagónica.
Dani (la ascendente Florence Pugh) acaba de sufrir una tragedia familiar. Su novio Christian (Jack Reynor) la invita a sumarse a un viaje a una comunidad tradicional sueca, junto a su grupo de amigos. Pero la cultura y ritos de esta comunidad, (que por dos semanas se aleja completamente de la tecnología y costumbres occidentales), se va poniendo cada vez más siniestra: drogas alucinógenas, suicidios, danzas enfermizas.
A medida de que Christian y sus amigos se sienten cada vez más incómodos, Dani va encontrando una familia sustituta que la valora y adora (en el sentido más literal).
Se podría decir que Aster tiene un humor muy negro, y plantea un esquema revanchista en medio de una historia de horror tradicional, pero para eso se toma casi dos horas y media. La película es derivativa y exasperante en su nivel de detalle, algo que parece buscado para mantener la tensión, incrementar la incomodidad y el suspenso. También es interesante cómo le otorga a cada personaje secundario un microconflicto que va agrandándose, provocando que se desencadenen otros conflictos. Sin embargo, todo termina siendo bastante superficial.
Ninguna de las tantas puertas que abre se terminan de desarrollar y se desaprovecha, por ejemplo, la interpretación del brillante Will Poulter. Nuevamente, hay una pretensión por parte de Aster de dejar ciertas situaciones en fuera de campo, estimulando la imaginación del público. No entrega las cosas en bandeja. Tampoco explicita lo obvio. Todo esto, positivo. Y aún así algo falta.
El mayor problema de Midsommar son las expectativas que va creando: el meticuloso trabajo de puesta, edición y postproducción, el sólido elenco, la incómoda banda sonora, la notable fotografía, todo en pos de una resolución banal y facilista, que no termina tomando los riesgos de una premisa inicial inspirada en la destrucción, o crítica, a la civilización contemporánea desde la perspectiva sectaria de una comunidad fanática.
Se toma demasiado tiempo Aster para narrar un conflicto que, si bien se profundiza, queda demasiado claro, desde la primera escena, hacia donde va a desencadenar. A diferencia de El legado del diablo, el director apuesta menos por la sorpresa. La tensión, los climas y el misterio se mantienen, pero nunca se genera el quiebre formal final. Por lo tanto, el universo extraño, enrarecido que se construye a lo largo de esas dos horas y media, derivan en un planteo convencional, subestimando, e insultando la inteligencia de los personajes y, por extensión, la del espectador.
A pesar del destacado trabajo de composición artística, de visión indudablemente autoral, Midsommar es una obra pretenciosa, que se cree más ingeniosa, intelectual y profunda narrativamente de lo que termina siendo. Las buenas actuaciones no ayudan a elevar el tedio que se produce, luego de redundar en simbología y metáfora new age, en un relato que merece mayor consistencia, compresión (le sobra media hora) y un mejor desenlace.