El juego del gato y el ratón, con un tiburón.
Cortita, al pie y efectiva, Miedo profundo logra construir un Tiburón minimalista al cual se le hubieran eliminado presentaciones, contextualizaciones y personajes secundarios. Aunque esto pueda sonar ligeramente despectivo, el film del barcelonés Jaume Collet-Serra –rodado en Australia con producción estadounidense– convoca no tanto el recuerdo del largometraje de Spielberg como al de decenas de títulos de bajo presupuesto pero alta inventiva –con bichos existentes o imaginarios–, que el cine de Hollywood supo parir desde que la producción estandarizada adquirió todas sus luces y sombras décadas atrás. Los puntos de partida y salida no escapan de una única locación: una playa en algún lugar de México en la cual hace acto de presencia una atlética rubia en busca de un lugar para surfear que, de paso, la conecte espiritualmente con su madre recientemente fallecida.
Ese dato y un llamado telefónico familiar poco antes del comienzo de la acción serán las excepciones a la regla de un relato concentrado hasta la destilación en el deseo de supervivencia ante circunstancias inesperadas y adversas. Y es que, a punto de montar una última ola y sin otro ser humano a la vista, la joven es atacada por un tiburón. Uno de esos tiburones cinematográficos menos atados a las leyes de los comportamientos animales confirmados por los biólogos que a los sádicos dictados de los guionistas (en este caso Anthony Jaswinski). Esto es: metódico, insaciable, perverso, molestísimo, mortífero como cualquier villano de película. Lastimada en una pierna y acompañada por una gaviota también herida, las perspectivas de Nancy se adivinan metafóricamente oscuras, más allá de la noche real que comienza a cernirse sobre el mar y la playa.
Con esos escasos elementos y la ironía de verse atrapada en un islote de 2x2 a pocos metros de la playa, Collet–Serra (La casa de cera, La huérfana) dispone los típicos elementos del juego del gato y el ratón, roles que no se invierten casi nunca, hasta que… Y lo hace con astucia, algo de elegancia y un uso nunca explosivo de los efectos digitales: al tiburón se lo ve bastante poco, aunque sus indicios estén presentes todo el tiempo y las consecuencias de sus actos floten a la deriva. Película de una sola protagonista –más allá de eventuales personajes marginales, usualmente poco afortunados–, Blake Lively (famosa por su papel en la serie Gossip Girl y una de las protagonistas del último Woody Allen, Café Society) entrega una participación física acorde a su rol de heroína; quemada por el sol y las aguas vivas, mordida por el escualo y con decenas de golpes y magulladuras en el cuerpo, su Nancy es la enésima versión de la teniente Ripley enfrentada al Monstruo, dispuesta a todo con tal de salir viva de la funesta situación.
Más allá del abuso constante del recurso de la cámara lenta, que agota rápidamente, y de un crescendo de la inverosimilitud, Miedo profundo utiliza todas las estrategias de la narración clásica –además de elementos de cámara y montaje pensados para generar la ilusión de inmersión visual– con el único fin de disponer y sostener el suspenso en sus poco más de ochenta minutos. En esa falta de ambiciones, que puede no ser otra cosa que humildad de género, encuentra las mejores armas para lograr su principal y modesto (aunque nada fácil de lograr) objetivo: que la empatía genere reacciones físicas en el espectador.