Una de tiburones. Bueno, no: de un tiburón. Como Tiburón (Jaws) de Spielberg. Y hay una rubia, como al principio de la película de Spielberg. Y agua. Y no hay más de Spielberg. Porque ese mal que acechaba de forma terrible e inopinada aquí necesita engancharse de un trauma a resolver por parte de la protagonista. Enganchar no engancha mucho, en parte porque esta película está sembrada con situaciones -y conexiones entre ellas- que pueden ser aceptables en un contexto más festivo, o más límpido. Ni uno ni otro, y entonces las sucesiones de casualidades prácticas que se ponen en escena resaltan en su arbitrariedad frente al fondo más “serio”, frente a Blake Lively mirando al horizonte con ojos de “esta situación de surf acá es muy significativa para mis emociones y mi constitución como sujeto”. Esta es una de esas películas con un poco de culpa por ser, simplemente, una de un tiburón al acecho. Quiere separarse de la simpleza tensionante de la mucho mejor Mar abierto (Open Water) de Chris Kentis. Aquí hay más, para finalmente terminar en una resta: menos potencia cinematográfica, menos suspenso, más ripios narrativos (las imágenes de otros ámbitos en otros tiempos arruinan cualquier clima, siempre incipiente y raramente logrado). Recuerden que hay spoilers, aquí vienen. Hay casi más referencias a la madre -muerta, esa del vasco Juanma Bajo Ulloa era buena- que al tiburón, y lo que vemos es una película en la que hay un pez dientudo que acecha pero que en realidad está subordinado al relato de cómo la protagonista trabaja su trauma particular (si la carrera de medicina, si su madre, si la conexión entre las dos cosas). Hay un cine de gran circulación que se ha convertido en un campo lamentablemente propicio para historias que deben resolver traumas diversos, relaciones padre-hijo pero de la variante más frontal, sin fuga, sin juego, lo más cognitivamente literal posible: y ahí se suman a esta tendencia, o mejor dicho la preceden y así preparan a las nuevas generaciones para este tipo de cine inflado con “algo importante”, la sobrevalorada Intensa Mente y la injustamente súper exitosa Buscando a Dory (las dos son parte de un camino de decadencia de Pixar que siempre estamos a la espera de que se revierta en la próxima película). Miedo profundo, Intensa Mente y Buscando a Dory son negaciones a la aventura, o especulaciones vuelteras alrededor de la aventura. Juegan como si nos vendieran grandes emociones y son la cáscara de una aventura. Pero no se juegan por la cáscara y por la superficie, que puede estar muy cerca del alma del cine (la gloriosa Misión Imposible II de John Woo era pura cáscara mítica). Aquí estamos en supuestas aventuras -dos de ellas en el mar- pero que en realidad necesitan justificar que lo son. Y de esta manera quedan expuestas como una sesión de cine en la que la culpa domina. Son películas que necesitan del movimiento pero no lo valoran, lo sienten como una deshonra que debe ser compensada con cuestiones más serias. Así, los últimos minutos de Buscando a Dory, con el frenesí de la aventura en la ruta, demuestran por contraste toda la molicie de las lecciones ñoñas que hemos recibido hasta ese momento. Miedo profundo no tiene mucho de liberación, porque el final es bien machacón con la madre, y ya desde el principio acechan las cuestiones familiares y los planos publicitarios sobre el cuerpo de Lively. Al comparar este cuerpo con los menos ostentosos pero más carnales de la escena de cama del principio de Mar abierto, notamos otra diferencia, entre el cine que narra y los almanaques que exhiben.